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Por Néstor Rodríguez

En un célebre prólogo fechado en 1959, Borges prodiga elogios al intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946). Entre las cosas que remarca de quien fuera su amigo y colaborador en la revista Sur figura el que su nombre evocaba “palabras como maestro de América y otras análogas”. Un lustro más tarde, en un proemio no menos conocido, Ernesto Sábato reitera las dotes de mentor de este intelectual dominicano fundamental fallecido a destiempo camino a La Plata en mayo de 1946.

En Argentina pasó los últimos 22 años de una vida marcada por continuos desplazamientos que lo llevaron también a Cuba –en donde publicó su primer libro, Ensayos críticos, en 1905–, Estados Unidos, España y México, país que lo acogió por dos fecundos períodos (1906-1914 y 1920-1924) en los que, en palabras de Sergio Pitol, Henríquez Ureña “realizó la plenitud de su destino”.

Como subraya Arcadio Díaz Quiñones, Henríquez Ureña “nunca se expresó sobre el exilio como un acto heroico, pero llegó a ser la experiencia determinante en su vida”. Ciertamente, el periplo que se inicia en Nueva York en 1901, y que sólo se vería interrumpido por dos breves estancias en Santo Domingo en 1911 y 1931, galvanizó la formación y productividad de Henríquez Ureña hasta el final de sus días.

Con todo, el carácter errante de esa vida se tradujo en su pensamiento en la forma de un tenaz apego a la idea que fue madurando a lo largo de su obra, particularmente en “La utopía de América”, de 1922, e Historia de la cultura en la América hispánica, publicada póstumamente en 1947: la certidumbre de la cultura como matriz integradora de los pueblos americanos.

El 13 de mayo de 1946, en el periódico Orientación de Buenos Aires, Pericles Franco Ornes publica un extenso artículo a propósito de la reacción en la prensa argentina ante la noticia del fallecimiento de Pedro Henríquez Ureña. Franco Ornes, intelectual de izquierda perseguido por el régimen de Trujillo y a la sazón exiliado en Chile, parece sorprendido de constatar que las notas luctuosas sobre el maestro sólo mencionaban su preeminente labor de académico y obviaban por completo una faceta igualmente digna de encomio: la del “demócrata apasionado”:

“…nadie parece tener conocimiento de que don Pedro Henríquez Ureña, al mismo tiempo que sabio literato y profundo ensayista, era también un demócrata apasionado que seguía con visión certera la marcha del movimiento social contemporáneo y, a su manera, militaba en él. Nadie ha recordado que el maestro de América fue un patriota sincero, dispuesto a la batalla en defensa de su Patria y de su pueblo”.

 

Esa apatía de la prensa argentina a exaltar los esfuerzos de un Henríquez Ureña abiertamente político se evidencia por igual en la voluminosa bibliografía crítica publicada en torno a su obra y persona hasta el presente. El archivo personal de Henríquez Ureña, cedido en noviembre de 2006 al Colegio de México por su hija Sonia Henríquez, contiene cartas, manuscritos y otros documentos del pensador dominicano que arrojan luz sobre su perfil ideológico.

La primera pista sobre un Henríquez Ureña político se encuentra en el extensísimo epistolario con su hermano Max, quien se desempeñó por muchos años como funcionario de Trujillo. No hay una sola de las cientos de cartas que se intercambiaron Pedro y Max Henríquez Ureña en las décadas del treinta y cuarenta que verse sobre algo distinto a cuestiones familiares y literarias.

Las escasas alusiones al acontecer político dominicano aparecen escamoteadas en menciones peregrinas de cambios en la jefatura de tal o cual cartera. Esta evidente cautela epistolar permite conjeturar que en privado las conversaciones entre ellos han de haber tratado temas más comprometedores.

Un telegrama de Pedro Henríquez Ureña a Trujillo, fechado el 19 de junio de 1932 mientras se desempeñaba como Superintendente General de Enseñanza, ofrece lo que podría interpretarse como una primera señal de desavenencia. Henríquez Ureña reclama a Trujillo su aparente “falta de confianza” en sus labores al haber éste anunciado que encargaría a los franciscanos la dirección de la Escuela de Artes y Oficios:

“…yo habría esperado que el primer departamento en enterarse de este deseo de usted fuera la Superintendencia General de Enseñanza. El no haberlo conocido oportunamente y enterarme de él de modo inesperado me pone en situación desairada y parece indicarme falta de confianza en mi gestión. Si esto fuera así, yo no tendría ningún inconveniente en presentar renuncia de mi cargo, porque no creo que debo ser un peso muerto en la obra administrativa que usted ha emprendido… si usted no está satisfecho de mi labor, lo indicado sería que yo dejara el puesto, asegurándole que esto en manera alguna empañará los sentimientos de afecto y alta estimación que me unen a usted”.

Una lectura superficial de este texto revela la imagen de un Henríquez Ureña poco crítico ante un gobierno que ya mostraba visos de dictadura. Ahora bien, el telegrama también muestra la integridad de un funcionario que no tiene reparos en renunciar a su cargo ante la más mínima sospecha de ineptitud en su gestión. La veracidad de esta segunda hipótesis puede comprobarse con la contundente misiva que Henríquez Ureña le escribe al director de Repertorio Americano, Joaquín García Monge en 1933.

Henríquez Ureña le reprocha a García Monge el haber publicado un artículo en el cual se le criticaba por haber servido en el gobierno de Trujillo. Henríquez Ureña justifica este hecho en los siguientes términos:

 

“…mis explicaciones, para usted solo, son éstas: yo no tengo el concepto servil de los empleos públicos que inconscientemente adopta Juan del Camino en su artículo; los puestos públicos son de la nación y no pertenecen a ninguna persona. Yo he ido a Santo Domingo, pues, para servir al país y no a determinadas personas. Cuando se me llamó, yo no conocía al Presidente Trujillo; tenía de él pocas noticias, pero buenas: por ejemplo, todo lo que hizo cuando el ciclón del 1930 destruyó más de la mitad de los edificios de nuestra capital. Juan del Camino me acusa de ‘falta de visión’: no sé qué es lo que, según él, no vi o no preví. ¿Que Trujillo era un tirano? Pero no lo era. Y usted mismo me escribió pidiéndome llevara a Juan del Camino a Santo Domingo: Juan del Camino padecía de igual falta de visión que yo, según eso… En cuanto a arrepentirme, no tengo nada de qué arrepentirme, moralmente. Fui a mi país, trabajé sin descanso durante año y medio (supongo que usted se habrá dado cuenta de ello), y al fin salí, porque consideré que, ni yo era necesario allí, ni a mí ni a mi familia nos convenía permanecer en el país. Yo no era necesario porque no había recursos económicos para emprender las innovaciones que hacen falta. Todo lo que se puede hacer sin dinero lo hice; pero lo que se puede hacer sin dinero tiene un límite, fácil de alcanzar en estos tiempos. La innovación principal, la multiplicación de las escuelas, era irrealizable. El perfeccionamiento de los métodos y de los materiales, en la medida necesaria, era irrealizable también. Hecho lo principal que se me ocurrió, lo demás era hacer que la máquina escolar continuara funcionando normalmente… Pero, en mayor reserva todavía, le diré que efectivamente, como supone Juan del Camino, los sucesos políticos también me obligaban a salir. Cuando yo llegué a Santo Domingo, en 1931, Trujillo era un hombre que no buscaba halagos: hasta se me dice que los rechazaba; después ha ido admitiéndolos, hasta recibir los más excesivos, quizás porque crea que eso ayuda a la campaña de reelección. En 1931, Trujillo era enérgico, pero muy pocas veces arbitrario: ahora, el grupo de amigos que lo rodea lo trata como omnipotente. Yo comencé a trabajar con gran independencia de acción: un año después, las ingerencias eran frecuentes. La situación se hizo insostenible”.

Henríquez Ureña termina la carta esbozando un perfil de Trujillo que da poco espacio a consideraciones sobre su apatía ante las atrocidades del régimen: “Trujillo, en resumen, con todos sus defectos, no es un tirano de melodrama: es más bien un político de petit pays chaud que en los últimos meses ha adquirido rasgos de príncipe de opereta, al dejarse dar títulos ridículos. Junto a sus defectos, que son de tipo vulgar, tiene grandes cualidades: es un gran trabajador y un buen organizador. Si de él se hubieran apoderado hombres de buena orientación, el país no le debería más que bienes”.

A mi ver, esta mención de los consejeros del régimen, más que sugerir cierto cuidado de no criticar directamente a Trujillo, apunta a la profunda desilusión de ver cómo lo más granado de la intelectualidad del país iba cerrando filas con un gobierno a todas luces autoritario.

A juzgar por la carta que Juan Bosch le dirige a Henríquez Ureña desde La Habana en 1942, no cabe duda de que su antitrujillismo era un hecho conocido entre la intelectualidad disidente. Bosch concluye su carta con una exhortación a que Henríquez Ureña colaborara con el programa del Partido Revolucionario Dominicano:

“Dentro de unos días le enviaré algunos folletos del Partido para que vaya viendo cómo trabajamos. No nos pierda de vista, que nosotros pensamos a menudo en Ud”. Como sugieren las palabras de Bosch, los intelectuales del exilio estaban muy pendientes a la posición de Henríquez Ureña en cuanto a la lucha antitrujillista.

Aún más, como se puede apreciar en una carta de Franco Ornes fechada en Santiago de Chile el 22 de noviembre de 1945, la intelectualidad hispanoamericana políticamente más avanzada de entonces cifraba sus esperanzas democráticas en Henríquez Ureña. Según cuenta Franco Ornes, en una reunión sostenida con Rafael Alberti y Pablo Neruda, se habló de fundar una “Sociedad Americana de Ayuda a los Pueblos Oprimidos” cuya dirección habría de estar a cargo de Henríquez Ureña:

 

“Siguiendo ese camino de lucha encontré a Pablo Neruda. Ayer estuve en su casa, donde conocí a Rafael Alberti. Ambos me hablaron muy elogiosamente de Ud. ‘Se ha portado muy bien con la República Española’, me dijeron. Neruda está decidido a ayudarme. Me dijo que se puede y se debe hacer mucho para cooperar en la liberación de los pueblos oprimidos de América. ‘Debemos formar una Sociedad Americana cuyo objetivo sea el de promover la democratización de los regímenes dictatoriales y la elevación del nivel material y cultural de los pueblos del Continente. Esta sociedad debe estar presidida por Pedro Henríquez Ureña, además de una serie de vice-presidentes que pueden ser: Vicente Lombardo Toledano, Eduardo Santos, Juan Marinello, quizás Jorge Gálvez, yo y algunos otros. Escríbale a Pedro Henríquez Ureña’, me pidió Neruda. Lo que hago ahora tremendamente entusiasmado, porque sé que Ud. no tardará en contestarnos afirmativamente, decidido también a prestar todo su concurso a esta labor, la más alta y noble y urgente de cuantas deben emprender hoy los hombres americanos… Pongo pues en sus manos, don Pedro, una decisión trascendental. ¡Ud. puede acelerar la liberación de nuestra Patria!… Le pido que acceda a dirigir esta importante sociedad”.

Aunque la idea de una Sociedad Americana no llega a materializarse, Henríquez Ureña aceptó participar de la iniciativa, si bien no como su director. Este gesto evidencia el grado de compromiso político que había alcanzado Henríquez Ureña en su exilio argentino.

Otra carta de Franco Ornes, fechada el 7 de febrero de 1946, subraya dramáticamente el nivel de militancia que exhibía Henríquez Ureña poco antes de su muerte:

“…recibí sus cartas, que le agradezco profundamente. Estoy completamente satisfecho con sus términos. En estos momentos, cuando su contribución a nuestra causa puede ser de gran oportunidad y eficacia, usted ha respondido al llamado de nuestro pueblo… Gracias, don Pedro! Pronto le escribiré detallada y concretamente sobre los planes que estamos elaborando. No lo hago ahora porque Neruda está todavía en el norte del país, y con él debo determinar la conducta a seguir. Tuve, sin embargo, oportunidad de comunicarle su categórica adhesión a nuestros propósitos… Ahora le remito este folleto que acabo de publicar, con fatigoso esfuerzo, sobre ‘La Tragedia Dominicana’. Es mi modesta contribución al esclarecimiento de nuestro grave problema político. Ayudará, sin duda, a extender y fortalecer la condenación internacional del régimen trujillista… Tiene Ud. razón, sin embargo, en advertir la necesidad de que se hagan gestiones más efectivas que la de la mera propaganda. Atendiendo a esa necesidad me estoy esforzando por regresar a Venezuela, desde donde pueden llevarse a cabo diligencias de otro tipo”.

Todas estas evidencias apuntan a una clara transformación ideológica en el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña. Es sorprendente constatar que la crítica especializada apenas ha reparado en esta importantísima faceta de su legado.

Nestor