Primera parte.

G. Galán

Crónica-ficción

I – UNO

Una sonrisa que va desde el fondo del alma hasta la boca, pinta de rojo feliz tu fachada, gran ciudad loca. Esa sonrisa jamás anochece; es matutina con tanto heroísmo que en las tinieblas azulmente crece como un abismo
—Miguel Hernández

Tomé dos aviones para llegar a Madrid: primero hasta Carolina del Norte y luego, tres horas más tarde, hacia el aeropuerto de Barajas. El vuelo se vuelve un desafío sin la televisión de mi asiento, que parece haber decidido no funcionar, ni siquiera con súplicas.
—A veces pasa; se lo comunicaré al técnico cuando aterricemos —me dice la azafata, mientras yo la miro con una mezcla de frustración y humor.
—Puedo ofrecerle tres mil millas de AA por este inconveniente —agrega.
—¿Necesita un lapicero? —le respondo, no vaya a ser que se le olvide el regalo de consolación. La mujer, de unos cuarenta años, saca un dispositivo de su delantal, introduce mi nombre y me otorga las prometidas millas, que podré disfrutar en treinta días. Sin embargo, hoy, me esperan ocho horas y media de pleno uso del iPhone, caminatas por el pasillo y la estrategia de ignorar los ronquidos del pasajero vecino mientras me concentro en la meditación que exige el techo del avión.

Cuando finalmente aterrizamos en Madrid, ya conozco el playlist de memoria. Mis piernas están entumecidas y, a pesar de que no tengo hambre, he desayunado solo un queso untado en una galleta. No he pegado un ojo durante el vuelo, y la luz del día me advierte que no lo haré en muchas horas más. Al salir del avión, sigo a la multitud de pasajeros. Camino, camino, camino. Los letreros en español se despliegan y me conducen hacia la recogida de maletas.

Recojo la mía y me encuentro con un hombre que sostiene un cartel blanco con mi nombre en letras negras. Es un hombre de mediana edad que toma mi maleta, la coloca en la furgoneta y se sienta al volante, con su pinta de Men in Black.
—¿De dónde es usted? —me pregunta, echando una mirada por el retrovisor.
—Dominicana, ¿y usted? —le respondo, tratando de identificar su acento español.
—Rumano.

Así comienza un monólogo sobre su país, sus años en Madrid y el tráfico que, a esa hora, complica el acceso al hotel donde me alojaré por una semana.
—Somos gente muy trabajadora; los que dañan nuestra imagen son solo algunos que vienen y delinquen —me dice—. A mi país, la gente va buscando el castillo de Drácula, Vlad Draculea. Ese hombre fue cruel con los otomanos, pero a él le debe Europa que no avanzaran. Atravesaba a sus oponentes con palos y los dejaba desangrar en campos que luego veían, horrorizados, los demás invasores. Era muy sanguinario; aquello era un mar de sangre.

Me habla también de las playas hermosas de la República Dominicana, y mientras lo escucho, no puedo evitar sonreír. Mi aventura apenas comienza, y con cada palabra suya, siento que este viaje será mucho más que un simple destino turístico.

Los grafitis del camino pasan y pasan. Ioan habla sin parar: que si sus amigos dominicanos son muy alegres, que si el hotel ya está cerca, que ya llegamos. Se despide, dejando en mi mente una pesadilla latente con vampiros.

Al llegar al hotel, me sorprende que me concedan una habitación más amplia, sin cargo extra. Lo agradezco. Subo con mi maleta al primer piso, inspecciono mi nuevo hogar por los próximos siete días y pongo a cargar mi celular, no sin antes utilizar el adaptador comprado en Miami. Lo más agradable es el moderno baño, que ha sido remodelado recientemente, según mis cálculos. La cama es confortable y la vista da hacia la Escuela de Escritores. En menos de media hora ya me he bañado y puesto una blusa de algodón debajo de otra blusa de mangas largas, protegiéndome de la brisa fría madrileña de esa mañana.

Pido un Uber hacia el Parque del Retiro, donde se lleva a cabo la Feria del Libro de Madrid, evento que me ha traído a esta ciudad, invitada por la Embajada Dominicana en España. Tengo la puntería de llegar justo a las once de la mañana, hora de apertura de las casetas de venta de libros. Un tímido público se acerca a los grandes paneles de fotos de paisajes y estampas dominicanas colocados a la entrada de la feria.

—¿Es este el país de Julia? —pregunta un señor mayor a quien parece ser su esposa.

—Pues sí —responde ella, con voz temblorosamente asombrada.

Recorro un camino recto lleno de stands blancos en medio de la abundante vegetación. ¡Qué parque tan hermoso! —exclamo en voz alta, sin importarme si alguien nota mi locura; total, nadie me conoce en Madrid, aunque siento que parte de mí pertenece a esta ciudad.

En el pabellón dominicano me reciben Minerva y el señor Olivo, a quien noto siempre presente en las exposiciones de los escritores. Recibo de sus manos un programa de actividades que llevará a cabo la delegación dominicana, compuesta por más de cien exponentes, varios de ellos muy atrayentes por su obra. Entre ellos, Frank B. y Miguel Y., quienes, justo, inician las actividades de ese día en el pabellón.

El pabellón me sorprende gratamente por su diseño minimalista y elegante; las sillas transparentes contribuyen a que todo se vea impecable. Además, la sincronización del programa es admirable; antes de sentarme, ya me han entrevistado para las redes sociales de la Embajada Dominicana sobre la presentación de mi libro Tinta de Verano, una novela basada en una periodista que entrevista a varios escritores de habla hispana y que, después, cumple su sueño de viajar a Madrid y a Barcelona para presentar su obra.

Miguel y Soraya llegan a los pocos minutos de concluir la entrevista. Son una pareja encantadora que conozco desde hace años, pero que no había visto en mucho tiempo, al igual que a muchas personas de la media isla. Soraya me había contactado por WhatsApp días antes para confirmar mi participación en la feria y se mostró muy contenta al saber sobre la presentación de mi libro.

En solo segundos, Frank inicia la presentación de su libro de poesía Llegó el mudo a mi barrio, junto a la académica Fernanda, quien me ayudó enormemente durante los días de mi tesis sobre narrativa dominicana de inicios del siglo XXI. Verla en persona, después de nuestros encuentros cibernéticos, es bastante emocionante. Ella me cuenta que ha experimentado lo mismo con Frank y conmigo; acabamos de conocernos gracias a la Feria del Libro de Madrid. Esa es parte de la magia de estos eventos, pero, sobre todo, de esta ciudad de tapas y cañas. Cuando Frank lee sus poemas, me hace meditar sobre el Santo Domingo que dejé hace años, que tanto me recuerdan algunas calles de esta ciudad. Frank concluye su presentación con un poema dedicado a su padre, que roba los aplausos del público.

A solo quince minutos de terminar esa presentación, Miguel inicia la presentación de su libro Viril, una obra compuesta por catorce relatos, de los cuales nos lee varios. El libro ha sido firmado y puesto en mis manos por él, uno de mis entrevistados cuando lanzó su primer libro de cuentos hace más de un año. Esa entrevista forma parte de Tinta de Verano, así que haber coincidido con él en Madrid es una experiencia mágica.

Tras la presentación, me despido de Frank y de Fernanda, y me uno a Soraya, a Miguel y a Minerva. Caminamos varias cuadras fuera del parque para celebrar la presentación de Viril. Hacemos una parada en uno de los restaurantes con mesas al aire libre que abundan en la zona, y ¡bingo! Mis croquetas están en su punto, y las tapas compartidas son una delicia.

—¿Me traes un tinto de verano, por favor? —le pido al camarero, que va y viene con una sonrisa en los labios, explicándonos cómo se elabora cada tapa que probamos.

Al llegar la bebida, su color me trae a la mente los campos sembrados de las víctimas del conde Drácula. Juego un poco con la lonja de naranja y, de nuevo, me inserto en la conversación que saborea todo lo que probamos en ese lugar, cuyo nombre no puedo recordar.

En Madrid, la calle vibra, contagiándome con su sonido señorial y alegre, tan familiar, que en ella no me siento extranjera, a pesar de haber nacido frente al mar. Este sentimiento se reafirma con la mujer que pasa a nuestro lado, hablando por el celular más alto que cualquier dominicano: —¡Joder, no me lo repitas!

Caminamos de vuelta al parque hasta llegar al Palacio de Cristal, donde nos tomamos docenas de fotos, quizás treinta y dos.

—Yo mejor se las tomo a ustedes —dice Miguel, esquivando mi manía de guardar innumerables recuerdos fotográficos de mis viajes.

Una señora se me acerca, pidiéndome que le tome una foto con su celular. La inmortalizo junto a la estructura verde clara que lanza luces y sombras sobre su figura, su vestido de flores rojas vibrando en el aire. Como si fuera una niña, sigo los patrones de sombras dibujados en el suelo. Arco tras arco, recorro un camino trazado por mi imaginación, sintiéndome abrazada por la naturaleza que acecha al otro lado de los cristales de esta jaula gigante.

El aire trae un olor a madera desconocida y a hojas distintas de las que conocí en mi infancia, pero que me llenan de alegría inexplicable. A lo lejos, los violines suenan, trayendo recuerdos de casa, cuando papá nos hacía escuchar música clásica. La necesidad de bailar me invade, como en aquellos días lejanos.

Atravesamos otro tramo del parque, donde encontramos a los violinistas interpretando melodías hermosas frente a una modesta cafetería con un seductor letrero.

—Señores, hay unos churros aquí que alguien va a comerse y, para que se los coma otro, ¡nos los comemos nosotros! ¿Les parece? —anuncio, dispuesta a disfrutar de este pecado. Mientras saboreamos los churros con chocolate, pido otro tinto de verano y conversamos sobre mil temas que Madrid nos inspira, disfrutando bajo la sombra de los frondosos árboles del Retiro.

Como si no hubiera tenido suficiente sabor español en este primer día, Miguel propone un exceso que yo apoyo sin pensarlo dos veces.

—Me hablaron de un sitio donde supuestamente hacen el mejor mil hojas y los mejores financiers. ¡Vámonos para allá!

Siguiendo los pasos de mis amigos, llegamos a Mallorca, donde, además del menú que Miguel propone, añado unas roscas dulces. ¡Adiós dieta! ¡Perdón, Señor, perdón!

De regreso al hotel, alrededor de las nueve de la noche, el sol aún brilla. Me doy un largo baño y me acuesto sin ganas de dormir. Mañana presentaré Tinta de Verano y, justo cuando reviso el material en mi computadora, el sueño me muerde en el cuello.