Por G. Galán
II
Amanece frío en Madrid en este día en que presentaré mi libro de entrevistas en la Feria. La idea de bañarme tan temprano no me atrae, así que bajo en pijamas al comedor del hotel. Aquí, la dieta toma vacaciones y mi paladar lo agradece con un festín que va mucho más allá de las frutas.
El hotel es pequeño y acogedor. Los rostros de quienes me cruzo a esta hora están relajados, absortos en sus platos llenos. Aunque no me saludan, agradezco la calidez del ambiente.
Después de desayunar, regreso a mi habitación para prepararme para la feria. El agua caliente me mima durante unos minutos, mientras repaso en mi mente cada parte de mi presentación. Me visto con calma, colocando en mis orejas unos aretes tipo atrapa sueños, que siempre me han inspirado.
En el lobby, espero el Uber que me llevará a la entrada de El Retiro. Esta vez, camino el trayecto hacia el pabellón dominicano rodeada de casetas cerradas. Las actividades comenzarán a las once de la mañana y se extenderán hasta la sagrada siesta, alrededor de las dos de la tarde. A mi paso, una pareja camina abrazada delante de mí; pronto doblan y desaparecen entre el follaje. Un deseo inconfeso surge en mí: perderme entre tanta belleza con alguien a mi lado.
Entrego el USB de mi presentación a Víctor, quien se mueve de un lado a otro asegurándose de que todo esté listo. Me siento en primera fila, lista para disfrutar de la presentación anterior a la mía, que, casualmente, corresponde a José M., otro de los escritores que forman parte de mi libro. Él presenta su obra, La isla desunida, con la participación de Plinio, a quien también vi esta mañana en el desayuno del hotel.
Recuerdo cuando entrevisté a José; su amabilidad me cautivó. Lo mismo me sucede con su esposa, Soraya, un nombre poco común en nuestro país, pero que parece resonar en mi entorno estos días. Justo entonces, llegan Miguel y la Soraya casada con él al pabellón. Plinio habla con detalle sobre el libro de poesía de José, quien procede a leer varios poemas. Madrid me ha proporcionado alimento tanto físico como espiritual.
Media hora más tarde, llega el momento tan esperado: Tinta de Verano hace su aparición en el stand, apoyada en mis manos. Hasta ahora, este viaje literario ha sido maravilloso, aunque aún me aguardan momentos hermosos en este verano.
A la presentación asisten muchos escritores dominicanos que no había tenido el placer de conocer personalmente, y José se queda para escuchar mi presentación. Agradezco su presencia, pues durante la sesión de preguntas y respuestas comparte su testimonio sobre lo significativo que fue, en su caso, ser entrevistado para formar parte de mi libro. Pasaba por un momento de salud complicado y responder a mis preguntas lo sintió como un alivio en ese proceso. Sus palabras me conmovieron, y en silencio agradecí haber llegado a Madrid para escucharlo. Ya con eso, valió la pena esta maravillosa travesía.
Luego firmar libros a un grupo de personas que me rodearon, compartiendo risas y conversaciones, mis amigos Miguel y Soraida me invitan a celebrar el éxito de la presentación de Tinta de Verano. Sin pensarlo dos veces, me uno a ellos, convirtiéndome en una intrusa encantadora en su hermosa complicidad. Mi única condición es que primero pasemos por el Mercado San Miguel. Ambos acceden, y así dejamos atrás la multitud de la feria, que se irá disolviendo hasta reabrir a las seis de la tarde.
Al llegar al mercado, nos recibe un bullicio vibrante de tapas y copas. Pido un tinto de verano, pero no aparece por ningún lado.
—¿Te puedo ofrecer una sangría? —me preguntan en la cafetería, pero prefiero alzar mi copa con Miguel y Soraida en un brindis por la amistad y la literatura.
Lo que más llama nuestra atención son unas ostras francesas que, según el dependiente, han sido recolectadas por él mismo y su equipo.
—Les recomiendo tres a cada una: una suave, otra de sabor medianamente fuerte y la más intensa —nos dice. Elegimos la más fuerte, y con un espumante que Miguel consigue en un abrir y cerrar de ojos, brindamos con alegría. Me alejo unos minutos en busca de croquetas de jamón, y en el camino, unos tacos me hacen guiños. No puedo resistir la tentación y regreso ante la pareja con las manos llenas.
—¿Y esos tacos? Miguel se comió uno de un solo bocado —bromeo.
Las croquetas desaparecen en un instante, y partimos hacia la chocolatería San Ginés, donde probamos unos de los mejores churros que he comido en mi vida. El chocolate es espectacular, y cuando queda un poco, hacemos el sacrificio de pedir otra orden. ¡Nada se desperdicia aquí!
Rodamos —quiero decir, caminamos— hacia la Plaza Mayor y luego a la Puerta del Sol.
—Miguel, tú me disculpas, pero hay que tomarse unas fotos junto al oso —declaro, señalando la famosa escultura.
—¿Para qué? —protesta mi amigo, con una sonrisa entre divertida y resignada.
—¡Oh! El que no se toma una foto con el oso no ha venido a Madrid. Vamos, posen —les animo, capturando el momento. La media sonrisa de Miguel se convierte en un poema que luego le envío a Soraida por WhatsApp.
De la Puerta del Sol a la Puerta de Alcalá y, finalmente, al Parque del Retiro. Mis alpargatas parecen casi arrastrarme hasta el pabellón dominicano, donde una multitud se agolpa alrededor de un carrito de yun-yun. Todos quieren probar la dulce bebida de colores vibrantes, pero yo, generosa, regalo el mío a uno de los editores dominicanos. Mientras él disfruta del sabor, yo me siento saciada después de esos churros con chocolate.
Soraida y Miguel se despiden para irse a descansar, pero yo siento que no sería justo dejar dormir a Madrid sin disfrutar unas cañas esa noche. Después de dar varias vueltas con el editor de yun-yun y comprar varios libros, insisto en que tomemos un café que disipe el sueño causado por el jet lag. Nos sentamos en uno de los puestos de comida en la entrada de la feria. Aunque no es un cortadito del Versailles de Miami, el café se deja beber y, lo más importante, abre mis ojos y mi alma a la noche madrileña.
Miguel, Soraida y Frank B. habían quedado en juntarse conmigo esa noche, pero como no aparecen ni en los centros espiritistas, le toca a uno de los editores que conocí en la feria irse de cañas conmigo y aguantar mi habitual ametralladora de preguntas sobre literatura. Cambio el tinto de verano por cervezas y tapas. En Cien Montaditos, aprovecho un periódico guardado en mi bolsa de libros para arroparme las piernas del fresco nocturno. Terminamos el recorrido en un bar donde el bartender, amable y conversador, me carga el celular mientras me cuenta sobre las diversas bebidas que ha aprendido a preparar gracias a su oficio.
Al salir, alguien nos hace señas para que miremos hacia atrás. Al voltearnos, vemos a nuestro amigo del bar corriendo hacia nosotros con la bolsa de libros que dejé olvidada en la barra, junto a mi cámara. ¡Cada vez amo más a Madrid!
Con mi cartera, mi cámara y mi bolsa de libros a cuestas, me despido del editor, al que casi no le pregunté nada porque él hablaba más que yo, aunque no recuerdo absolutamente nada de lo que me conteo, quizás por el sueño que me invadió.
La conductora de mi Uber es de Barcelona y llegó a Madrid hace ocho meses, esperando que “la situación de esa empresa de transporte mejore” y se haga realidad su sueño de regresar junto a su esposo enfermo que permanece allá. Mientras tanto, toma el turno de la madrugada, ya que le resulta más fácil aprenderse las calles y hacer las rutas cuando hay poco tráfico. Le deseo una pronta vuelta a Barcelona, una ciudad que me espera en unos días, y subo a mi habitación, donde transfiero a la computadora todo el material que he recopilado en mi cámara.
Al desvestirme, noto que uno de mis aretes se ha extraviado. Triste, abro la ventana y veo a un par de jóvenes caminando agarrados de la mano bajo la luna. Pienso en la taxista de Barcelona. Ojalá encuentre mi otro arete.
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