Por Glenda G.
IV
Martha me ofrece un tinto de verano, que, aunque no se compara con el que disfrutamos hace dos días detrás del pabellón dominicano de la Feria del Libro de Madrid, es un buen comienzo. Este, servido en un local del lado opuesto, resulta más aguado y, lamentablemente, más caro.
—¿Lo quieres con Fanta, Sprite o con Casera? —pregunta el camarero.
—Con Casera —respondo, observando cómo un chorro burbujeante se mezcla con el vino. Tras añadir las rodajas de naranja, retiramos los vasos del mostrador y nos acomodamos en unas sillas rojas en un rincón, a la espera de que el camarero nos ubique en una mesa que, según él, está a punto de desocuparse.
Ese viernes 7 de junio, ya había visitado la caseta 114 de la Feria, donde se vendían libros de autores dominicanos. Allí acordé con los dependientes que regresaría al día siguiente para firmar mis libros. Después, asistí a la presentación de un libro sobre decoración, donde Emely, su autora, exhibe su gusto por crear ambientes exquisitos con su gran talento para el diseño. Gracias a ella, pude conseguir algunas fotos de mi propia presentación. A continuación, José presentó otro libro, esta vez con una editorial española. Fue fascinante ver todas las facetas de este intelectual dominicano, que se mueve con la misma facilidad entre la poesía y el ensayo. Soraya y Miguel también formaban parte del público, y al concluir la presentación, nos dirigimos, guiados por Tony, a un restaurante frente a un parque cerca de su casa. Tony, que trabajó durante muchos años en un programa de radio dominicano, ahora se encarga de la voz en off presentando a cada expositor. Junto a él, tomamos una guagua que nos deja cerca de su vecindario: la primera y única que he tomado en Madrid. Agradezco la aventura de sentarnos todos juntos en la parte trasera del vehículo mientras avanzamos hacia nuestro destino.
—Aquí nos bajamos —anuncia Tony.
Ya en el restaurante, el locutor comparte que vivió unos años en España, luego regresó a Santo Domingo, donde conoció a su esposa española, con quien regresó a Madrid hace poco.
—Tu destino era vivir aquí —comento, sintiendo la conexión entre nuestras historias.
—Parece que sí, pero me gustaría vivir en otra ciudad más cerca del mar —me confiesa.
Mi lacón sobre patatas llega a la mesa, pero lo encuentro un poco seco y no logro comerlo entero. Es la primera vez en este viaje que no devoro mi comida; todo lo que he probado ha sido delicioso hasta ahora. No me quejo tanto del sabor como de la textura.
—Sí, está seco —dice Tony, después de probarlo.
A falta de buena comida, nos deleitamos con vino y tinto de verano, aunque debo ser honesta: la comida de Miguel tiene mejor aspecto.
Tony no se atreve a pedir nada.
—No voy a comer porque me espera mi comida en casa, pero cuando terminen, sigan recto y pasen por el Templo de Debod.
—No sabía de ese templo egipcio, ¡vamos!
Antes de llegar al templo, construido en 200 a.C. y reconstruido en Madrid entre 1970 y 1972, pasamos por el Palacio Real. Quedo perpleja ante el deterioro que exhibe; me apena ver las filtraciones evidentes desde una distancia media, pero me consuela observar cómo, en la plazoleta contigua, se llevará a cabo un concierto de música clásica, y la gente acude masivamente. La mayoría son personas mayores que siguen llegando, a pesar de que ya suenan hermosas notas musicales que dejamos atrás en nuestro camino hacia el templo.
—Oh, pero, ¿y esto en medio de Madrid? —digo asombrada ante la majestuosa estructura milenaria que tenemos enfrente. —Entremos —animo al grupo.
—Yo no entro ahí; respeto a los egipcios —responde Soraya, en tono serio.
Yo, que no comparto esos pudores pero que tampoco quiero cargar con más peso del que ya llevo, me conformo con tomar algunas fotos desde afuera; total, desde ese ángulo el templo se ve espectacular. De allí pasamos por Hornos San Onofre, donde compro rosquillas de Alcalá y pestiños, esos deliciosos pedacitos de harina con miel.
—Esto tiene influencias árabes —comento al probar el dulce manjar.
—Sí, pero son mejores —responde una de las dos mujeres españolas, mirándome con orgullo patrio.
—Claro, claro —les digo, intentando salir de debajo del camión con mi caja de delicias dentro de una funda. Desde allí, caminamos hacia la chocolatería San Ginés, donde nuevamente nos entregamos al placer del churro con chocolate. Mientras saboreamos, conversamos sobre Valle-Inclán y su esperpento, después de leer la placa del Círculo de Bellas Artes de Madrid en la entrada del local:
“Al cumplirse 100 años del homenaje del prócer Rubén Darío al primer modernista de España. En ‘La noche de Max Estrella’ del 13 de abril de 2000, a Valle–Inclán.”
Este lugar, donde imaginó la Buñolería modernista, se convirtió en un escenario donde los poetas del nuevo siglo rindieron escandalosa pleitesía a Max Estrella, siendo luego conducido el Maestro a los calabozos del Ministerio de la Gobernación por alborotador.
En ese momento, me despido de la pareja y regreso al Parque del Retiro, donde ya les mencioné que disfruté del tinto de verano que me ofreció la talentosa poeta Martha. Ambas sentimos el tirón del hambre: yo, por la resequedad de mi lacón, y Martha porque, una vez más, no ha probado bocado.
—Cerca de mi hotel hay un restaurante con un menú exquisito, ¿te apetece un caldo? —sugiere Martha.
—Sí, vamos.
Antes de salir de la feria, alguien me abre los brazos y me recibe con un largo y cariñoso apretón. Es Doña Miri, la esposa de don Freddy, una pareja de dominicanos a quienes aprecio profundamente y que conozco desde hace más de veinticinco años.
—¿Y a mí no me vas a dar un abrazo? —pregunta don Freddy con una sonrisa.
—Claro, don Freddy, pero doña Miri no me suelta —le respondo, anclándome en el abrazo de esa mujer tan querida. Ambos se hospedan en el mismo hotel que yo, así que estoy segura de que volveré a verlos antes de partir hacia Barcelona.
Al caminar unos pasos desde el pabellón, parte del carnaval dominicano se cruza en mi camino. En ese instante, recuerdo las comparsas desfilando por mi calle cada febrero, rumbo al Malecón. El mar se asoma a mis ojos, y les pido al Roba la Gallina y al califé, con su alto sombrero, que se tomen una foto conmigo. Ahí estamos, posando los tres dominicanos en El Retiro, ellos envueltos en sus vibrantes colores y su blanco y negro, y yo, testigo de la maravilla que fue crecer viendo nuestro carnaval desde primera fila, en aquel barrio que me vio nacer.
Las manifestaciones culturales en la feria han sido un festín visual, llenas del colorido propio del Caribe y de nuestra inigualable alegría, realidades que no son un mito, a pesar de las dificultades que hemos enfrentado a lo largo de décadas de mal gobierno. La desigualdad social se hace cada vez más evidente en la media isla, pero, aun así, el mar, el ron y la bachata siguen siendo un bálsamo y un imán turístico.
Es hermoso observar la organización del stand destinado a la presentación de los escritores y…
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