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Por Bernardo Jurado

Luego del atardecer frente al mar y con los pies sobre la arena, en un restaurant al aire libre y bajo toldos gigantes, que pareciera diseñado para encuentros solamente amorosos y bañados todos los comensales por una luz ámbar del sol floridiano que moría con lentitud, decidimos irnos al Mercato, un centro lleno de comercios de alta calidad, matizado por bares con clientes multiculturales y de edades disímiles y me llevaron al “Blue Martini”, donde nunca se me hubiese ocurrido entrar por iniciativa propia.

Al abordar por el pasillo iluminado con antorchas, un hombre de seguridad increpó a mi amigo Cesar, preguntándole si el portaba la credencial VIP (Very important people) y el con su simpatía a todo dar le contestó afirmativamente mostrándole su tarjeta de crédito, con la sobria cara que acompaña sus cinco décadas y el cuidador entendió perfectamente que es esa la mejor tarjeta de presentación con la que dos matrimonios maduros pueden acceder a cualquier sitio.

Glamoroso, escandaloso, oloroso, bien diseñado, con una barra transparente en colores azules difuminados, que simulaban hielo, me he conseguido con una banda que tocaba en vivo detrás de las bartender y al menos a un metro de altura de ellas, donde para sorpresa mía, todos eran hombres y mujeres maduros, bien trajeados y tocaban esa encantadora música de todos los tiempos y todos rededor y todos juntos y nadie nos tropezaba y todos divertidos y nunca pensé que existiera un lugar en el que un tipo aburrido como yo pudiera alternar con una multitud amable y de repente estaba bailando al ritmo de mis secuaces y el cantante negro cantaba como tal y sus altos y su modulación eran poco mas que una lección del buen cantar y nadie hablaba en español y las damas parecían adolescentes y los hombres estaban de cacería y era una locura calculada y no sé si me explico correctamente, pero ese tipo de bares los visitaba cuando era un muchacho de veinte años y realmente se me había olvidado que aún me gustaba.

La prudencia nos ordenó a todos retirarnos porque el día se aproximaba y caminamos por el downtown de Naples a esa hora prohibida y todos en alerta blanca seguíamos conversando y comentando el proceso conductual que nos invitó al pasado juvenil, mientras veíamos las vitrinas de Dolce & Gabanna, las de Zara y otras que no quiero recordar, para evitar la tentación de volver en horas laborables a gastar los dólares en cosas insulsas.

Llegamos a nuestro hospedaje en el lujoso Hilton, a escanciar un último licor que nos recordara que estábamos de fiesta celebrando el cumpleaños de la mas amada y preparando el día de playa para mañana que nos impulsara a cumplir con los planes de cualquier turista, porque estábamos persuadidos que lo mas importante es no tener ningún plan y que todos estamos en el deber de hacer como única tarea lo que nos plazca. En este viaje corto y placentero, entendimos que no es mas feliz quien tiene mas, sino el que se ríe mas, el que vive con mayor calidad fijándose en los detalles, respirando lo puro del aire y amando a brazos abiertos, porque morir sabemos todos, pero el vivir es un ejercicio diario.

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