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Lo ves, te mira, se dan la vuelta en medio de todos en la fiesta, midiendo cada movimiento y cada gesto al respirar. Sus miradas se entrelazan por momentos, él baja la mirada y tu te haces la desentendida. Él se acerca al primer sujeto que se encuentre a tu lado, acortando así la distancia que lo separa de tu aroma. Tú permaneces inerte y luego das la espalda como si no te perturbara su presencia, tu madre te ha dicho que hay que darse importancia cuando se acerca un varón. Por fin sientes sus dedos reposándose en tu hombro izquierdo
—¿Nos conocemos? —te pregunta, a lo que respondes con un —No estoy segura.
Desde ese momento, sin sospecharlo, te mantendrás en ese estado de incertidumbre los próximos meses de tu vida. Se ha producido corriente, de esa que solo sale por los labios, que te hace perder el juicio, la perspectiva y la aparente tranquilidad de tu mundo perfectamente organizado luego de un desorden.
Él te pide tu número de celular y tú no le pides el suyo, eres lo bastante hija de una mujer de generaciones pasadas, incapaz de marcarle a un desconocido, pero esos 10 dígitos que ignoras se te quedan clavados en el gusto, en las ganas, en esa boca que ves mover mientras la imaginas rozando tu cintura desnuda y sudada. Se despiden y esperas que se haya producido en él la misma sensación de no sentir el suelo cuando estuviste a su lado.
Pasan algunas semanas, él no parece haber anotado tu celular y tú te vas despreocupando de recibir aquella llamada, se van desvaneciendo los pigmentos que formaban su imagen dentro de tu cabeza, hasta que un sábado a las dos de la mañana te textea. Te sorprende aquel horario que ha escogido para tocar a tu puerta, pero te pica la curiosidad por saber qué quiere decirte a esa hora y le abres, entonces amanecen juntos en camas diferentes.
Se citan en un lugar tranquilo, para seguir conversando, te lavas la cabeza y te untas el cuerpo con aceite de coco, te pintas los labios de rosa— el rojo te delataría y no quieres dar la impresión de que quieres acostarte con él —porque en verdad quieres acostarte con él, y aunque sabes que él lo sabe, debes jugar al juego de provocar el deseo hasta que no pueda contenerse.
Se encuentran en un lugar de la ciudad que desde ese día quedará grabado en tu memoria, conversan, ríen, se hacen confesiones. Él te habla de su divorcio y tu le hablas del tuyo, se enseñan fotos de Facebook, se hacen amigos en Facebook, él te sigue en Instagram y tú, para privar en seria no lo sigues ni en Instagram ni en Twetter.
La plática se torna un coqueteo constante, pero él no pasa de alabar tu belleza y buen humor como cualquier amigo que te toma cariño, tu sabes que juega el juego de hacerse el deseado y lo deseas. Tú haces lo mismo y él baja la mirada cada vez que lo miras fijamente, como si tratara de escapar por momentos en aquella copa de vino que ocupa el lugar que deberían tener tus labios.
Se despiden y queda en llamarte, algo que sucede unas semanas después. Mientras, tú te empeñas en saber porqué no te llamó antes y exploras su perfil e Facebook tratando de encontrar respuestas, pero es tarde para ser pionera en esas artes de investigación cibernética, él ya encontró en el tuyo cada golpe provocado por tu eXposo, a quien solo te atan unos papeles por firmar y varios insultos que de seguro se producirán en el camino a la gloria.
A la misma hora que de costumbre —dos de la mañana— recibes su llamada. Tú le respondes y de nuevo amaneces juntos en camas separadas. Te preguntas, qué problema hay en ti, que no le produces al tipo las ganas de estar más tiempo contigo. Piensas en él durante toda la semana y decides textearle, él te responde animado y te invita a cenar. Te pasa a buscar, cenan, hablan, el baja la mirada cada vez que lo miras fijamente, sabes que está nervioso y que le gustas, sabes que esa noche…
…Al llegar al carro él te besa. El beso se prolonga y va por la cintura, por los muslos, por…
Te devuelve a casa aturdida, nadando en ganas de que se quede contigo más tiempo, lo invitas a entrar a la casa y él te da un beso en la frente.
—La próxima, tengo que trabajar cuando llegue a casa.
¿Trabajar? ¿Y este trabajo que empezó manoseándote y que debería concluir en ese preciso momento, no cuenta?
No te llama al día siguen, tú nadas en la duda de qué hiciste mal, si te vio un piojo o si tenías mal aliento. Si no estuviste lo suficientemente flaca la noche anterior, o si tu peinado lo espantó. Entre esas dudas y el sentimiento de ser una idiota te mantienes durante todo un mes, hasta que te llama para saludarte y saber cómo estas, un círculo que se repite y se repetirá por los siglos de los siglos, amén.
En ese momento entiendes que el tipo es bipolar o retardado, que algún tornillo se ha salido de su cerebro, porque bruto no es, sabe que te dejó nadando en deseo y que la respuesta real a su pregunta sería: —Estoy aquí maldito cabrón con ganas de acostarme contigo, pero tú no estas en mí, aunque aparentas estarlo cuando estamos juntos. Esa respuesta es sustituida por un: —Estoy bien, gracias. No vas a darle el gusto de que sepa que te mantuviste pensando en él, no se lo merece, así como no se merece que lo vuelvas a tomar en cuenta para salir de nuevo.
—¿Quieres salir mañana?
—Sí
Y así tu orgullo se pierde en las ganas de verlo de nuevo y esperas toda la mañana y toda la tarde una llamada que no se produce, un texto que no llega. Empiezas a darte cuenta de que en esa “relación” estas tú sola con las ganas de estar con alguien que no te hace el caso que quieres que te haga.
Una semana después cuando te llama para saber cómo estas y para hablar contigo a las dos de la mañana, cambias el diagnóstico de bipolar a una amnesia masiva, pues ni siquiera te habla de la salidera en la que te dejó plantada aquel día. Vuelves a preguntarte, qué pasa contigo, qué pasa con él…
—Hermana, la respuesta es fácil —te dice una voz que siempre te acompaña y que nunca falla: —Él está con alguien más y tú…Tú no eres una idiota, eres algo peor: eres una idiota enamorada.
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