Por Juan Dicent
No sé, ahora que soy ciudadano gringo, quería escribir algo lindo y cursi sobre I Love NY. Una especie de juramento fiel. Mi primera idea, claro, fue traducir plagiando a Brodsky, pero no “Buenas Noches, don’t mind the roaches”, mejor Exeter Revisited:
¿Qué se necesita para prometer alianza a otra geografía?
¿La fecha de expiración de un expediente de corrupción?
¿Un par de manatíes viejos, dos jóvenes solenodontes?
¿El Hudson, en cuyas orillas se hacen barbecues venerando
la bandera de una isla caribeña?
¿O una hoja de una mata de plátano, recién arrancada y
todavía supurando clorofila?
Pero no, siempre veo que los que no viven en esta ciudad, especialmente europeos, monjes tibetanos, suramericanos, y los comunistas que quedan que no son chinos, alegan que todo es materialismo en Nueva York, y es posible que así sea si nos llevamos del alto precio de los cigarrillos, y los hipsters no ayudan; pero imagino que así debe ser en muchas de las grandes ciudades del mundo. Por eso pensé (cryptomnesia, Oh Henry) en escribir un disparatico sobre alguien que sale de su casa abrumado por la maldad urbana de las noticias, y en su paso encuentra pruebas de la humanidad que creía extinta. Y, claro, para apreciar esa humanidad se necesita seguir el consejo de Rimbaud: “La caridad es esta clave”.
Con esta mente llena de clichés piadosos, pensé en aquella vez que vi a alguien, tal vez yo mismo, arrojar una moneda a un amasijo de sucio que tal vez era un ser humano y no un barril de guineos podridos como diría Baudelaire; recordé que ayer en la lluvia vi a un viejo caerse en la entrada del Subway, y aunque no me detuve porque iba tarde a una cena, seguro que alguien lo hizo; traté y traté, no sé si era la resaca, pero lo único que me llegó fue el rumor sin testigos oculares de que un tío mío deja que un loco manso entre a su lavandería para que se proteja del calor o del frío aunque sea hasta las 7pm.
Entonces recordé conscientemente que O. Henry tiene su cuento “The Making of a New Yorker”, duh. En esta historia, Raggles, un poeta que no ha escrito una línea pero que vivía su poesía, llega a Nueva York. O. Henry nos dice que si se hubiese dedicado a la tinta y al papel:
“su especialidad sería sonetos a las ciudades”,
ya que para él:
“una ciudad era una cosa con un alma característica y distinta; una conglomeración individual de vida, con su propia esencia, sabor y sentimiento peculiares.”
Raggles empieza a caminar por Manhattan:
“… y la cosa que más pesó en su alma y obstruyó su fantasía de poeta fue el espíritu de egoísmo absoluto que parecía saturar a las gentes como los juguetes son saturados con pintura. La humanidad se les había ido.”
Raggles identificó varios tipos:
- Señor maduro, corta barba de nieve, cara rosada, que parecía personificar la riqueza de la ciudad.
- Mujer alta, hermosa, vestida como una princesa de antaño, sedas y pieles, con ojos tan fríamente azules como la reflexión de la luz del sol en un glaciar.
- Hombre subproducto de esta ciudad de marionetas, con papada, ancho vaivén, y la complexión de un bautizado infante con nudillos de boxeador profesional.
En fin, Raggles y su corazón de poeta despreciaban a esta ciudad bella, pero despiadada y sin alma. Mientras así iba rumiando su desdén, cruzando una calle fue bateado por un vehículo, y cuando abrió los ojos:
“Primero un olor se le presentó—un olor de flores de temprana primavera del Paraíso. Y entonces una mano suave como un pétalo que cae tocó su frente. Doblándose sobre él estaba la mujer alta vestida como una princesa de antaño, con sus ojos azules, ahora suaves y húmedos con simpatía humana. Bajo su cabeza sobre el pavimento, estaban sus sedas y sus pieles. Con el sombrero de Raggles en la mano y con su cara más rosada que nunca de un ataque de vehemencia contra el manejo temerario, se paraba el señor maduro que personificaba la riqueza de la ciudad. De un café cercano se apresuró el hombre subproducto con su vasta papada, portando un vaso lleno de un líquido carmesí que sugería deliciosas posibilidades… ”
Al final todo lo de arriba es romántico, y yo no soy un Raggles que termina su historia en el hospital donde lo curaron casi matando a otro paciente que se atrevió hablar mal de su Nueva York amada. Como ciudadano práctico, imbécil y prosaico de una era de tercera mano (la de Brodsky, según él, era de segunda) en lo que no sea tecnología, basta, estúpidamente optimista y sin modales, el mejor elogio sería decir que tal vez no amo a Nueva York, no me creo posible de ese sentimiento hacia cosas abstractas, o concretas con mucho acero en su anatomía, pero como escribió una tía mía en su examen para la ciudadania: “i like NY veri vero mochu”. Aquí se encuentra de todo, y a pesar de ser el depósito de todas las razas humanas con todas sus malas mañas endémicas, las cosas funcionan. No es que no haya problemas, pero para terminar este maratón de citas, es bueno recordar a Sir Mixalot, digo, Sir Arthur Conan Doyle a través de su cocainómano Sherlock Holmes:
“No, no crimen. Solamente uno de esos pequeños y caprichosos incidentes que pasarán cuando tienes millones de seres humanos todos empujándose el uno al otro dentro de un espacio de unas pocas millas cuadradas.”
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