Por Juan Dicent
Después de pasar nueve horas doblando dos mil t-shirts en una tienda de Manhattan, asegurándose que la parte de abajo y la parte de enfrente hagan una pared diseñada por un imbécil, destruida en un segundo por una mujer que desea ser asesinada; después de pedir cientos de stock-checks de large medium small a través de un walkie-talkie temperamental y tartamudo; después de esperar dos horas por el tren número cinco rodeado de criaturas no terrestres mirándole a los ojos y ratas bailando reggaetón sobre los rieles; después de hablar solo, en español muy rápido, para que los otros locos reconocieran en él a uno de ellos y no se acercaran; después de respirar el aire frío de la madrugada como si fuera aluminio molido lacerándole los pulmones, taladrándole los tímpanos, congelándole el cerebro; después de sentir que sus pies eran dos cosas extrañas con desconocidos dolores porcinos, el hombre llegó a su casa.
Después de arrojar el abrigo a una silla, el hombre arrojó su cuerpo a la cama. Soñó que los dedos de los pies conspiraban, que el meñique, a pesar de no tener uña, era un enano líder sindicalista calvo arengando a sus compañeros hacia una huelga cuyo objetivo era evitar a toda costa los zapatos, en primer lugar las botas, y en medio de VIVAN LAS CHANCLETAS CARAJO ABAJO EL GOBIERNO COÑAZO lo despertó su tío:
—Tu papá se murió, ahí ta tu hermana en el teléfono.
Después de consolar a la hermana con palabras ajenas, como resignación, con falsos clichés eternos, el hombre se encerró en el baño. No lloró por el hombre que acababa de morir, lloró por el papá que no tuvo. Lloró por esa llamada nunca recibida en su cumpleaños o en Navidad o para su graduación o cuando se enfermó. Lloró por su mamá sirviendo saliva a borrachos groseros por propinas miserables para alimentar cinco boquitas llenas de caries, lloró por sus hermanos, lloró por Palestina. Lloró por recuerdos que nunca pasaron. Lloró porque cuando una de las partes que han intervenido en tu concepción muere, irremediablemente una parte de ti también muere. Ese cliché sí es cierto.
Después de lavarse la cara, frente al espejo, de repente, aunque la había deletreado toda su vida, el hombre entendió el significado de la palabra huérfano.
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