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Por Néstor E. Rodríguez

Hace unos días conversaba un café con una colega teutona en la calle Mission de San Francisco. Activada por el letrero de una lujosa tienda de zapatos, la plática se decantó por la historia del famoso zapatero Salvatore Ferragamo, quien calzó a las grandes estrellas del cine mudo en los años 20 y a todas las divas de Hollywood en los años 40 y 50, sin contar a la mitad de la realeza europea y asiática de su tiempo.

Ferragamo, el onceavo de una familia de cartorce hermanos, arribó a los Estados Unidos en 1914. Allí se entrenó en el oficio que le daría su grandeza. En un momento en que la producción en masa era la orden del día, este hijo de zapateros italianos se empecinó en confeccionar calzados hechos a la medida y gusto del cliente.

La fama le llegó de improviso cuando fue contratado para calzar a los actores y actrices del entonces incipiente cine mudo en California. Todas sus peripecias están contenidas en una entretenida autobiografía publicada en 1957: Shoemaker of Dreams. Allí se da cuenta de las altas y bajas de este artista del zapato que llegó a recibir en su taller en Roma al mismísimo Mussolini, a quien curó de unos juanetes, y nada más y nada menos que a Eva Braun, la amante de Hitler.

Mi colega, educada en la Alemania de la postguerra, se indignó cuando le dije que a mi modo de ver Ferragamo sólo hacía su trabajo al confeccionar las botas del “Duce”. Para ella, un artesano de valía como Ferragamo, precisamente por su fama, pudo haberse engrandecido más como creador al negarse a elaborar esas botas.

Traté de defender a duras penas la decisión de Ferragamo: “Pero si el tipo era un zapatero, un simple zapatero haciendo su trabajo”. Mi colega dejó de sorber el cappuccino con parsimonia antes de silenciarme: “Sí, los de la SS también justificaban sus atrocidades diciendo que hacían su trabajo. ¿Te apetece dar una vuelta?”.

 

Nestor