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Por Néstor E. Rodríguez

En su poema más memorable: “Hay un país en el mundo”, Pedro Mir trazó en un lenguaje agónico y de marcada melancolía su condición de exiliado a finales de la década del cuarenta. La primera parte de este dilatado canto al desarraigo dan la medida de su continuidad en el tiempo:

Hay un país en el mundo

colocado

en el mismo trayecto del sol.

Oriundo de la noche.

Colocado

en un inverosímil archipiélago

de azúcar y de alcohol.

Sencillamente

liviano,

como un ala de murciélago

apoyado en la brisa.

Sencillamente

claro,

como el rastro del beso en las solteras

antiguas

o el día en los tejados.

Sencillamente

frutal. Fluvial. Y material. Y sin embargo

sencillamente tórrido y pateado

como una adolescente en las caderas.

Sencillamente triste y oprimido.

Sinceramente agreste y despoblado.

De esta magistral elegía me interesa destacar una línea que parece perderse entre la dureza que rezuma el resto del poema. Me refiero al verso en que la voz poética se describe como el resultado de un proceso de desplazamiento: “Natural de la noche soy producto de un viaje”.

Esa imagen traslaticia que determina la constitución del sujeto en el poema puede entenderse a diversos niveles. Por un lado está el ángulo biográfico (la ascendencia caribeña de Mir como dominicano hijo de cubano y puertorriqueña), pero lo que activa mi curiosidad al leer este verso no es precisamente esa dimensión genealógica del viaje, sino su lectura como circunstancia sine qua non de toda intención especulativa en torno a lo cultural en el contexto antillano.

En efecto, la percepción del viaje como metáfora fundamental a la hora de afirmar un proceso de conocimiento de tipo teórico sobre la cultura en la región se halla presente en la literatura de las Antillas de manera casi obsesiva en las últimas décadas.

Aludo específicamente a una serie de textos que no se acomodan con facilidad al contexto sociocultural del cual provienen, textos que afincan su estrategia de subversión justamente en la metáfora del desplazamiento.

Aunque se puede rastrear desde la primera mitad del siglo pasado, este gesto inconformista que he dado en llamar poética de la “errancia”, se ha manifestado con particular agudeza en la literatura de los últimos treinta años en la República Dominicana.

Édouard Glissant confiere al concepto de la errancia un marcado sentido positivo. Para este pensador martiniqueño fundamental, la errancia no se vincula a la idea de un escape o renuncia a un estado de cosas, más bien se entiende como una opción ética que implica la afirmación de un lugar de enunciación alternativo.

Esta particular posición enunciativa privilegia el desplazamiento por encima de cualquier tentativa de consolidación de verdades absolutas. Y es que para Glissant la idea de la errancia sólo puede entenderse a cabalidad si se parte del siguiente supuesto: “al hacer propios los problemas del Otro, es posible encontrarse a uno mismo”.

José Luis González, admirable narrador puertorriqueño nacido en República Dominicana, entendió mejor que la mayoría de los intelectuales de su momento la potencialidad creativa de la errancia en cuanto a la teorización de lo nacional se refiere.

González vio en el exilio un lugar de enunciación privilegiado en el sentido de que esa ubicación marginal permite hacer visibles zonas de lo cultural y lo político que escapan a la mirada del intelectual insular: “el escritor que desde el exilio aprende, favorecido por la distancia, a contemplar el bosque de [l]a realidad [nacional], tropieza inevitablemente, a su regreso, con la visión de los árboles que llenan las retinas de muchos de sus compatriotas”.

En el contexto de la República Dominicana actual, ha sido Silvio Torres-Saillant el principal responsable de la legitimación de un pensamiento dominicano producido desde la marginalidad discursiva de la diáspora.

Para Torres-Saillant, la diáspora se presenta como el espacio idóneo para ejercitar la crítica de esa versión estrecha de lo cultural que informa las prácticas de la vida cotidiana en el Santo Domingo de hoy.

Tanto González como Torres-Saillant, al defender la ética del pensador que labora desde una ubicación periférica, se adosan a la idea de intelectual que el influyente pensador palestino Edward Said sugiere como paradigma de toda actividad analítica:

“El exilio es un modelo para los intelectuales que se sienten tentados, e incluso acosados y presionados, por las gratificaciones de la acomodación, del decir ‘sí’, de la instalación. Aunque uno no sea emigrante o expatriado en sentido estricto, podrá de todos modos pensar como si lo fuese, imaginarse e investigar a pesar de las barreras, y siempre estará en condiciones de apartarse de las autoridades centralizadoras en dirección de los márgenes, donde se pueden ver cosas que habitualmente les pasan por alto a los espíritus que nunca han viajado más allá de lo convencional y lo confortable”.

Son muchos los textos dominicanos recientes que se desplazan por los linderos de la marginalidad y evidencian un claro desfase en relación al paradigma de cultura que los engloba como artefactos simbólicos. De este creciente archivo sobresale la obra de Aurora Arias, Homero Pumarol, Ariadna Vásquez Germán, Rita Indiana Hernández y Rey Andújar.

Desde sus respectivos proyectos, la producción de estos talentosos artistas constituyen ejemplos de ese impulso especulativo surgido desde el ámbito literario por describir un modelo de cultura dominicana más inclusivo de cara a cualquier interpretación de la realidad social antillana.

 

Nestor