d

Por Abigail Villalba S.

Se llamaba Aidan. Y como todos los niños de su edad, amaba la vida. Jugaba, reía, saltaba y vivía cada momento como si éste fuera el último. Sus apenas seis primaveras siempre habían sido así, alborotadas y divertidas a la par que seguras, ya que pese  a que Aidan adoraba la libertad, sus padres, siempre atentos, le mantenían cómodamente alojado bajo sus protectoras alas.

Cada día, cada amanecer, cuando se despertaba, el pequeño esbozaba una sonrisa para si, una sonrisa feliz de quien sabe que le espera una aventura. Porque cada día, el mundo era diferente y le brindaba la ocasión de descubrir cosas nuevas, unas maravillosas, y otras que deseaba no haber visto. O por lo menos eso llevaba pasando desde que tenía uso de memoria.

Y eso era una de las cosas que más le gustaban a Aidan. Porque, pese a que era como el resto de los niños, era también diferente, ya que era enamoradizo de las maravillas del día a día. Y siempre, al caer la noche, tenía en su corazón algo nuevo a lo que adorar.

El primer día que tuvo constancia de su loco amor, fue el día en el que descubrió el tacto de la arena, tan suave y sedosa que al llegar el ocaso quiso llevársela a casa.

El segundo día, descubrió el paraíso del color reflejado en las alas de una juguetona mariposa, que nunca pudo capturar.

El tercer día, halló la comodidad entre las mantas de algodón, así como su calidez y el delicioso olor a galletas que éstas emanaban. También descubrió la lluvia, su humedad y el poder de hacerle sentirse más pequeño de lo que ya era.

Y así día tras día, el pequeño Aidan decidía lo que le podía hacer feliz y lo que era verdaderamente digno de su cariño y atención. Pero al llegar la noche, el niño se entristecía y lloraba, porque todo aquello a lo que amaba desaparecía y no se quedaba junto a él. Todo se marchaba y se despedía, y Aidan, por mucho esfuerzo que empeñara en apropiarse de las maravillas del mundo , éstas, más sabias y veloces escapaban, como una pequeña nube que flota tan cerca que puedes tocarla, pero que al final, se escurre de entre los dedos.

Así el pequeño cerraba los ojos y se abandonaba al sueño, deseando que el Sol entrara por su ventana para que le guiase de nuevo hacia su loca y efímera felicidad. Pero según pasaba el tiempo y su corazón se estremecía con cada fracaso, fue perdiendo la esperanza de hallar alguna vez la auténtica felicidad. Y como no conocía a nadie que compartiera su desdicha, recurrió a su madre, que a fin de cuentas sabía todo acerca del mundo y de las cosas que había en él.

—   Mamá, ¿por qué todas las cosas que quiero no se quedan conmigo? – preguntó con seriedad, ya que consideraba la pregunta como algo realmente importante.

Ella le miró sorprendida y sonrió.

—   Porque tú quieres muchas cosas y todas ellas no entran en casa. – respondió con dulzura.

Y Aidan se marchó más confuso de lo que estaba en un principio. Aunque esa noche, al acostarse siguió dándole vueltas a aquellas cosas que tanto quería y que según su madre, no entraban en casa. La felicidad debía ser suave, como la arena de la playa. Y tenía que tener muchos colores, como aquella mariposa del parque. Tenía que ser… divertida.

Tan divertida como los niños del parque. Sonrió y cerró los ojitos, mientras imaginaba su felicidad perfecta. La felicidad tenía que ser como la lluvia, bonita pero que a veces, asustara. Y… tenía que oler a galletas, como las mantas que lo envolvían cada noche.

Entonces, sucedió. Una pequeña bombilla se encendió en el interior de la cabecita de Aidan, que sonrió como nunca antes lo había hecho. Por primera vez en su corta vida,

Tuvo la certeza de que la felicidad no lo abandonaría al acabar el día, porque tras mucho pensar y buscar había encontrado el culmen de todas sus aspiraciones. Esa noche había hallado algo que entrara en casa pero que le hiciera sentirse pequeño, algo que oliera a galletas y que siempre le hiciera reír. Algo que a veces asustaba y le hacía sentirse culpable, pero que sabía que nunca se marcharía.

Aidan se levantó todo lo deprisa que pudo y bajó al salón. Y allí, sonrió. La felicidad que buscaba, tan extraña y huidiza, había estado siempre frente a él, a su lado. La unión de todo aquello a lo que amaba. Sus padres. Aidan sonrió, plenamente feliz.

Y tendió sus bracitos hacia ellos.

 

abigail