caracol

Por Néstor E. Rodríguez

En mi último viaje a La Habana una pareja de escritores me habló de su visita a Santo Domingo. De las muchas cosas que comentaron recuerdo una que me sacudió de modo particular. Quince días le bastaron para percatarse de lo que me describieron con proverbial franqueza como “la miseria de la crítica” dominicana. Entre pasmado e incómodo, no pude menos que concurrir en muchos de sus planteamientos: la tendencia a la descripción por encima de la lectura minuciosa, el desfase en la fundamentación teórica, el paternalismo, el aparente desconocimiento de la tradición literaria latinoamericana, la superficialidad.

He recordado esta anécdota a raíz de la lectura de ¿Literatura sin lenguaje? de Plinio Chahín, en especial uno de los varios ensayos que le dedica al tema de la “indigencia de la crítica”. Chahín no vacila en subrayar que los críticos dominicanos “asumen literalmente el legado de sus predecesores o mimetizan un saber académico sin aventuras ni riesgos”, toda vez que “desconocen la situación actual de la poesía y la crítica en Hispanoamérica”.

Para llevar las visiones del ensayista un poco más allá, me arriesgo a conjeturar que el mal que aqueja a los críticos en el país es también una combinación de egoísmo, pereza y altas dosis de vanidad. Egoísmo, porque la mayoría de los denominados críticos está más preocupada por escribir para satisfacción personal que por presentar de forma clara el desarrollo de una idea. Pereza, porque esos mismos críticos son los que insisten en ampararse en marcos teóricos obsoletos al elaborar sus comentarios, además de que evitan a toda costa el aventurarse más allá de la senda de lo conocido. Vanidad, porque en su engreimiento de vacas sagradas son incapaces de percatarse de sus propios errores.

Me anima el recordar que mis amigos cubanos no pudieron reconocer entre los textos leídos durante su estancia en Santo Domingo aquéllos escritos por críticos que se preocupan por comunicar, como lo son Guillermo Piña Contreras, Basilio Belliard, Miguel Mena, Fernando Valerio y el propio Plinio Chahín, por mencionar sólo a los que más admiro. Y es que, sin lugar a dudas, todo crítico que se respete debería aspirar a que su labor constituyera una forma de pedagogía pública, una conversación franca, generosa, y enriquecedora para sí mismo y para sus lectores. No tomar en cuenta este criterio equivale a practicar una crítica cerrada, impenetrable como una ostra, y, como bien dice un viejo amigo vasco, una ostra no aprende nada. NR

 


Nestor