playa

GG

No han sido días fáciles, ni difíciles…ojalá lo hubieran sido. Simplemente han sido parte del camino, la parte del viaje donde se atraviesa una de las tantas tormentas del laberinto, a las que ineludiblemente debemos enfrentarnos si es que aún respiramos.

Cuando pequeña veía la vida tan clara, tanto sol, tanta flor que deshojar para volver a tomar otra y deshojarla también en nombre de otro amor, de otra causa, de otro interés…pero a medidas que crecí y me acerqué a todo este rebulú llamado “vida de adultos” entendí que la cosa no iba a seguir así de fácil.

Demasiados compromisos, apariencias, egos, conflictos internos adquiridos como la gripe y conflictos ajenos de otras gripes que ni siquiera te tocó sufrir en su momento, pero que ahora te hacen estornudar y doler la garganta.

No es que crecer sea malo, no; no hacerlo sería perderse de afrontar la responsabilidad de aprender a ser felices, pues cuando niños ya nacemos siéndolo sin saber por qué. Aprender a ser felices es la aventura para la que hemos sido convidados a este viaje que termina mortalmente un día cualquiera.

Aprender a ser felices es ir entendiendo que lo que nos hacía felices cuando éramos pequeños era esa desnudez con la que nacimos, esa vulnerabilidad. Entender que dependemos de otros y de nuestros propios pulmones para seguir vivos.

Pero en ese descubrir la desnudez, nos topamos con otros que van por caminos adoloridos gracias a los trancazos que se han dado mientras peregrinan sus laberintos; y al entrar en contacto con ellos empiezan algunas tormentas o hermosos oasis.

Quienes nos invitan a entrar en sus tormentas no lo propician por maldad, simplemente son personas  que necesitan compañía, que se estancaron en el caos y no han tenido las fuerzas, para atravesar ese ir y venir de negatividad y oscuridad. Se sucumbe a explorar esos otros laberintos, porque de eso se trata la vida, de conocer otros rumbos hasta aprender a valorar el propio.

Nos internamos en el olvido de nosotros mismos para tratar de entender o de “salvar” a quienes yacen sentados entre un arenal; que por momentos hace que se nos llenen los ojos a nosotros con los puntos de arena que sueltan las ráfagas de impotencia y dolor de aquellas almas.

Cuesta bastante tomar la decisión de levantarse, invitar a la persona que te acompaña a caminar contigo hacia afuera y cuando esta te dice que No, amarse lo suficiente para plantearte que o salen juntos, o sales sola o mueren juntos allí dentro. No hay otra opción.

Empezar a caminar sola hacia una salida que no sabes si existe es aterrador, pero es eso o la muerte segura (a mi que la muerte me encuentre de pie mientras camino mi rumbo).

El camino hacia la otra orilla de la tormenta es el más difícil que ser humano pueda conocer o siquiera imaginar, hasta que no lo vive; es un caminar a ciegas, en el que se rasga toda vestidura, donde el dolor es tan intenso que excede la capacidad humana de soporte y te hace por momentos indolente. Empieza entonces la auto destrucción, porque con ella piensas que acabará todo. Entonces sucede que en un segundo, en el que la brisa deja de soplar escuchas el silencio y lo tomas de la mano, porque no te queda otra cosa a la que asirte.

Es en esa parte del trayecto donde escuchas por primera vez los latidos del ser humano que eres y dejándote llevar por ellos, encuentras una ruta que no sabes aún si será la salida, pero que tus instintos te impulsan a transitar.

Así vas caminando hacia la nada, ya hasta se te ha olvidado la salida, porque ya no sientes dolor…no sientes nada, solo te dejas llevar por esos latidos…pum, pum…pum, pum…

Y justo al ver una pequeñísima luz al final del laberinto arenoso,  atinas a verte a ti mismo como si tuvieras un espejo en los ojos. Te das cuenta de la sangre que chorrea por tus pechos, de cada cicatriz que aún no ha sanado bien, de cada cabello que se perdió en la brisa, de cada arruga que  produjo tanto apretar los músculos del sufrimiento. Te das cuenta de lo cambiado que estás, porque estas desnudo.