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Por Glena Galán

Llegó la navidad y con ella la necesidad enfermiza de compartir con la familia. Sí, esa que discute y se disgusta cuando se junta, porque las Águilas ganaron o perdieron; porque el metro es necesario o es una mierda.

Soy masoquista. Desde que vivo lejos a veces me hace falta ese rebú; hasta que piso el aeropuerto dominicano y empiezo a coger cuerda con los maleteros que te estrallan las maletas, las maletas perdidas, el mar de gente sudorosa con multicolores pancartas alegres de recibimiento, ah, y el perico ripiao que te desbarata los nervios.

Este año tomé un vuelo rumbo a la isla y, claro está, un avión desde o hacia Santo Domingo nunca escapa de la nota pintoresca de un pasajero que detiene a todos por más de una hora en tierra. Nada más y nada menos que, por haber dejado un bulto abandonado con un jamón adentro; el que, of course, un grupo de dominicanos ausentes pedirá a coro que se brinde partido en trocitos. Allí, asfixiándome sin poder salir, entre el jamón, los gritos de los compatriotas y las azafatas sirviendo agua, uno espera  hasta que al piloto le de la gana de despegar de aquel infierno.

Después de inspeccionar el bendito avión y darse cuenta de que ningún terrorista había colocado un explosivo glaseado, anuncian la partida. Desde el aire, Miami parece un dragón chino intermitente en medio de la noche, su brillo se va perdiendo con la altura dando paso a la oscuridad, a mis ganas de dormir y a las de una doña más vieja que Matusalén, de cucutear en una funda de Walmart. El ruidito del plástico y los movimientos de su brazo no dejan que me pierda en la inconsciencia del sueño —única forma de olvidar que le tengo pánico a los aviones.

Miro medio mal a la señora —a ver si la sugestiono para que deje de fuñir con la bendita funda—, pero ella no se lleva la seña y sigue en lo suyo; para colmo, saca de allí un sándwich que huele a mocato y empieza a comérselo.

– ¿Quiére un chin?

– No, gracias.

– A mí me encanta habla en lo savione pa pasá el tiempo.

Desde ese momento, comparte conmigo todas las historias desagradables que se sabe sobre aviones a punto de caer, reza como ochenta Ave marías y me exprime la mano derecha cada vez que hay turbulencia. Al llegar a tierra, tengo la mano y el cerebro adormecidos.

Luego de los aplausos del aterrizaje, espero mis maletas una eternidad y salgo de allí con la promesa de que enviarán a casa mi equipaje extraviado, mientras los letreros con nombres se confunden entre los abrazos de gente que grita, llora, ríe y se ajuma con el brindis de ron Brugal que nos espera disfrazado de lycra.

Quillá como estoy, no me hace nada de gracia la musiquita ensordecedora que nos persigue hasta la salida:

“Volvió, volvió, volvió Juanita, vamos a celebrar con una fiestecita”.