Sí, claro que tuve un oficio medio solemne: bañaba muertos, colocaba altares y me alquilaba de doliente en aquellos casos que no vienen al ruedo… También fui juglar en taparetes, Sancho del municipio, trasto mandadero, incesante musculo de carretilla, como un junco de sol a sol, persistente, ceñido al ijar de lo barundo. ¿Qué más que mansedumbre para ganarle el pan al asombro, al rendir de cuentas?
Puedo confesar, si acaso sirviese para algo, que estuve enamorado de la hija de la dentista (es que yo era muy poca cosa y la madre me aplastó con sus zancadas de alcurnia). En fin sobreviví al suicidio; a la manguera rota en dos que no aguantó otro minuto de tan vieja y tostada (allí fue donde te inventaste, de una herida mulata y de los cuentos de Bosch, donde maldije a los amos). Treinta y tantos años de indigencia y una sola mañana para rememorar las mil esquirlas de un primer poema desterrado.-
Esa mañana, en la que intentaba derribar a un elefante, tropecé con los hierros del arado. Mi abuelo despertó temprano, no hubo agua para su sed, para sus ojos (enfermé de temores viendo a mi madre en el pasillo con la misma ropa del ayer mientras fumaba, estaba tan sola, liquida, amarga, deseándose la muerte, parecía sostenida en su propia sombra). Esa mañana, cuando salí de casa, llevando conmigo esta historia, me hundí en lo amargo de la ciudad buscando una puerta.
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