Los amigos son la familia que tenemos la dicha de elegir.

Por Glenda Galán

Corría el año 2018 ––dos años antes de la pandemia que nos azotó la vida–– cuando un compañero de colegio me mandó una invitación por WhatsApp, para la celebración de los treinta años de graduados de nuestra promoción: La Salle 88. Para ese entonces, yo tenía doce años viviendo en Miami y la mayoría de mis compañeros de estudio se habían quedado en la isla de donde partí para graduarme de inmigrante.
La invitación a la que hago referencia llegó cargada de entusiasmo, sin embargo, la sentí un tanto extraña, pues tenía décadas sin ver a la mayoría de mis amigos de la secundaria. Dentro del grupo de los ciento y pico de estudiantes graduados conmigo, yo pertenecía a la minoría que terminamos los estudios con dieciséis años. De hecho, inicié mis estudios universitarios con esa prematura edad.
En mi caso, pasé los años de secundaria sintiendo que no encajaba en los salones de clases, abarrotados de historias románticas ajenas y paseos a lugares a los que mis padres no me permitían asistir. Muchos fueron los conocidos que tuve en el colegio, pocos los verdaderos amigos.
Mi mejor amiga de aquellos años, lo siguió siendo en la universidad a la que asistimos juntas y, luego, en la primera compañía en la que trabajé como diseñadora gráfica, pues gracias a ella entré a trabajar en ese lugar.
Con los años, nos casamos ambas. Ella fue mi dama de compañía, yo le confeccioné su ramo de novia con hermosas rosas rojas. Ella terminó divorciándose a los pocos meses de casada y yo seguí el camino que había elegido a los veinticuatro años de edad.
Tuve dos hijos que ella conoció y que dejó de ver cuando tenían pocos años, pues mis actividades, en es períodos de biberones y malas noches, se circunscribían a cumpleaños infantiles y veladas navideñas. Atrás habían quedado las discotecas y los bares de nuestra juventud.
Años más tarde, cuando ya vivía en Miami, me enteré que se había casado de nuevo y reconectamos por Facebook. La volví a ver hace como ocho años en una de sus visitas a Miami. Luego de eso, nos hemos enviado varios mensajes y nos seguimos en las redes sociales.
A los otros compañeros de secundaria los volvía a ver en muy pocas ocasiones, las veces que iba a Santo Domingo de visita. Aun así, decidí asistir al encuentro de alumnos. En esa ocasión se nos pidió que fuéramos vestidos de blanco y así lo hicimos.
Mi memoria permanecía igual que nuestros atuendos, cada vez que un acara desconocida se acercaba y me hablaba como si me conociera de toda la vida. No sé si elegí, inconscientemente, desapegarme de recuerdos y vivencias que, para mí, no fueron significativas, pero que evidentemente, lo habían sido para tantos otros. El hecho es que a más de cinco personas no las reconocí y aún sigo sin registrarlas en mi mente.
Mi mejor amiga no asistió a la reunión, así que sigo sin saber mucho de ella. Mi mejor amigo sí fue, haciéndome caer en cuenta de que nunca conocí a la persona con la que se casó ni a sus hijos. Tampoco sabía en qué trabajaba, ni nada que no se circunscribiera a la época en la que nos juntábamos, veinticinco años atrás.
No, no guardo Amistad estrecha con ninguno de mis amigos del colegio. Solo conservo en mi memoria fragmentos de juventud vividos junto a algunos de ellos en el patio del colegio o en los salones de clases. Si soy sincera, solo algunos de esos recuerdos son significativos, para mí, en estos momentos; sin embargo, sé que, gracias a ellos, hoy atesoro a los verdaderos amigos que conservo de la universidad y de mi viaje por la vida.