©Por G.G.

He perdido la cuenta de los días que llevo viviendo tan diferente a como lo hacía en años pasados. Si hago un ejercicio fácil para recordar, seguro diera con el día y la hora exacta en que todo esto empezó, sin embargo, prefiero dejar como referente la cancelación de una boda en Santo Domingo a la que había sido invitada. vestido largo, cita con la maquillista y pasaje comprado fueron sustituidos por ropa cómoda, preparación de nuevas recetas y puestas de mesa diarias, para la familia.

En un principio, la ola trajo consigo mucho miedo e incertidumbre, un teriquito al tocar cualquier superficie y el hacer consciencia de las muchas veces que me tocaba la cara, sin darme cuenta. A esto se le sumó la obsesiva compulsividad de limpiar y lavarlo todo, incluso los envases de desinfectante, con su mismo contenido –no vaya a ser que el monstruo microscópico ataque por ahí– y la locura o cordura en su máxima expresión, –no estoy muy segura de cuál de estas es mi realidad en estos días. La bipolaridad, también, llegó a casa con sus estados de ánimo en ascenso y descenso –de la alegría y gratitud por estar sana a la tristeza profunda por los que se van perdiendo–. El desasosiego de no saber cifras exactas o si habrá una fecha de salida de este nuevo estado de vida a donde hemos sido conducidos. El balcón se convirtió en salida y en cita de fin de semana, la habitación en templo, más sagrado que nunca y la cocina en sembradío de ideas suculentas. La puerta sigue siendo escudo y tentación temeraria hacia lo desconocido.

En esa primera parte de la ola, cenábamos con el cacerolazo de las ocho, sellando el ritual apocalíptico de la trompeta del vecino del piso siete. No vi granizo, fuego o langostas, sí la ira de algunas personas en medio de la pandemia y fueron cesando los toques de copas y los aplausos en los balcones y llegando asesinatos, asfixias, protestas y un juego de mascarillas peligroso y deprimente; en fin, la locura colectiva conduciéndome ola adentro, en una esquela mortuoria con rostros conocidos.

En esta parte de la ola, en la que persisten limpieza compulsiva e incertidumbre, me lavo las manos antes de comer, contando las bendiciones del día, pidiendo misericordia ante mi pequeñez y la demencia que no guarda distanciamiento alguno.