GG

No vale llorar, tampoco suplicar,

hay que pensar que todo pasará

Sandro

Al Puma lo dejé de ver durante años. De hecho, lo olvidé por completo desde que sus canciones dejaron de sonar en la radio. No fue hasta hace dos años que el famoso cantante volvería a mi memoria, gracias a una presentación gratuita en pleno Design District de Miami. Bueno, para ser sincera, un año antes me había enterado de su batallaba, entre la vida y la muerte, al pasar por una grave enfermedad. A pesar de todo pronóstico, allí estaba José Luis Rodríguez, cantando como siempre lo hacía en la televisión de casa o en la radio de Ingrid, al suapear la sala, cualquier sábado por la mañana.

A Ingrid le encantaba el Puma, a tal punto que un viernes en la tarde le pidió permiso a mami para ir al Conde a comprar uno de sus LPs. Ese día de verano la acompañé a Musicalia, creo, donde ella pidió escuchar una de las canciones del disco, adquirido con parte del sueldo de esa quincena. La recuerdo tarareando: “Bumerán, bumerán…viva la numeración”…luego supe que era “numerao” pero, ese boomerang iba lejos y jamás se devolvió. La vi mover el cuello con los ojos cerrados y los pies bien plantados al piso, casi en éxtasis. Sin embargo, yo observaba los afiches con fotos del artista, sin encontrármelo tan chévere que chévere, como a Sandro de América. No era que me disgustara el meneíto ni la canción pegajosa, simplemente, me gustaba más el argentino. Una herencia irrefutable proveniente del cuarto de música de mi padre.

El Puma me recordaba mucho al otro joven vestido de blanco y camisa desabotonada que se contorneaba bajo su abundante cabellera, tan atractivo en las carátulas de aquellos discos que papi me permitía manipular, a diferencia de los de música clásica; esos solo los podía tocar él, generalmente, los fines de semana. Pero a Sandro, sí que lo baile, yo era esa muchacha junto a una guitarra. Ingrid, en cambio, seguía al Puma, no solo a través de sus canciones, sino también, de las novelas protagonizadas por él. A Cristina Bazán me la tiré completica junto a ella, con el corazón a mil, ready para salir corriendo a apagar el televisor o a cambiar de canal. ¡Qué falta me hacía un control remoto ante la posible llegada repentina de papi!

–En esta casa no se ven novelas –solía advertirles a todas las empleadas, desde el primer día que llegaban a casa –eso embrutece. Pero, Ingrid lo desafiaba constantemente, no solo en eso, sino, también, en esconderle todas mis travesuras, como aquella vez que me escapé de casa para asistir al cumpleaños de un amiguito del barrio que, según papi, no era de buena familia. Para mí sí lo fueron cuando me llenaron el gorrito de cartón con dulces de la piñata y me dieron doble ración de suspiro sobre el bizcocho, por haber asistido. Aunque un poco zalamera, la madre de Ricardo me caía bien y a ella también parecía gustarle El Puma, dada las veces que pusieron sus canciones, al terminar de cantar cumpleaños feliz.

Gracias al pavo real que, con su bello plumaje de mil ojos, me contemplaba afuera de casa, esta mañana recordé todo aquello y a Ingrid, practicando coreografías conmigo, cuando usamos el tocadiscos de papi para estrenar el LP, junto a su voz opacando la del Puma, con una gracia sin igual.

–Tu verás que a ti te va a gustar el Puma como a mí, muévete así.

Desde mi balcón, el encierro de estos días no me es ajeno, lo he vivido antes, de muy diversas maneras y, dentro de cada uno de mis confinamientos, he seguido viviendo. Hoy han abierto la ciudad, aunque el asesino transparente aún se pasea entre nosotros, como lo hace el ave con su baile de abanico verde y azul, entre los carros del parqueo o como lo hacen mis ojos detrás de él. Observándolo, pensé que la bella ave traería consigo algún mensaje hasta mi puerta, pero, solo logró recordarme aquellos días de mi niñez y el concierto del Puma en el Design District, cuando acababa de experimentar un trasplante de pulmones y sorprendió, a quienes pasábamos por esa arteria comercial de Miami, con sus acostumbrados bailes y canciones.

El pavo Real se aleja y deja unas plumas en el piso que salgo a recoger con la mascarilla puesta, sin que haya cambiado nada aquí afuera, sin que los vecinos aplaudan, ya, en los balcones, alguna tonada alegre del trompetista del piso ocho y sin que a mí me guste El puma más que Sandro de América pues, al final, la vida sigue igual.