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Sonaban las sirenas en la calle, justo a las ocho de la noche del pasado viernes. Eran los del Rescue, en caravana por Brickell. Más de diez camiones con sus luces encendidas, desacomodando el silencio instalado en la cuadra, desde que estamos confinados a la espera de una vacuna que no llega.

Los vecinos del edificio salieron a los balcones con cacerolas y aplausos. Nunca había escuchado un ruido tan potente en esta calle. Los niños brincaban divertidos ante el alboroto y el vecino de uno de los pisos más bajos interpretó una pieza musical con su trompeta. En pocos minutos alguien más se le unió con una tumbadora. En el bloque del frente más de diez balcones intermitentes formaba parte de esa discoteca improvisada en la que nos convertimos durante el recorrido de los rescatistas.

Es hermoso escuchar sirenas cuando no se trata de una emergencia como la del otro día, cuando vinieron a buscar a uno de los vecinos por la parte trasera del edificio. Esa tarde, había bajado a buscar un paquete con mi mascarilla de uso obligatorio, según las nuevas leyes que rigen la convivencia de este complejo habitacional, cuando vi acercarse una silenciosa ambulancia. Luego, bajaron del vehículo tres paramédicos usando, como yo, mascarillas azules y acto seguido, desmontaron una camilla vacía ante la que vi pasar mi vida en cuestión de segundos. Confirmé, que no soy valiente por naturaleza. Las veces que lo he sido, una fuerza superior a mí, de seguro, me ha poseído. ¿Cómo ser valiente ante el paso demoledor de aquel cuerpo convaleciente que, minutos después, me pasó por el frente?

La bulla del viernes se intensificaba ante el paso de la caravana, los gritos de desahogo se mezclaban con el aire frío del atardecer consumado, de la noche compartida desde la lejanía. Qué cerca estamos todos en este estar solos, cuán parecida me he sentido a cualquier portador del desasosiego o de la esperanza, durante estos cuarenta días que llevo sin llevarme las manos a la cara, a no ser cuando, embarradas de jabón, se deslizan durante veinte segundos por mis mejillas (creo).

La distancia va apagando el sonido de las sirenas. El viento y la percusión se agotan, las luces de los balcones se dan por vencidas, pero, los niños siguen encendido.

–Marco –dice uno.

–Polo –responde otro.

–Estoy aburrido –Se intercala la voz almíbar de una niña.

–Silencio –vocea un adulto, en perfecto español hiel.

Era viernes, como fue jueves antes y sería sábado después, como se pierde o se mantiene la vida en este contar contagios, defunciones, milagros, voces y silencios.