©Por Ana Barcelona

“Allapattah es un cocodrilo caminando sigiloso hasta encontrar a su presa. Es comida sazonada con balas perdidas, música a todo volumen, sol ardiente y gente alegre trabajando doce horas al día. En ese vecindario crecí, rodeada de banderas dominicanas, orégano traído de Santo Domingo y navidades compartidas con otros compatriotas que, como yo, no podían viajar hasta no resolver los papeles. Fue difícil esquivar las pandillas, el aceite caliente de la cocina donde mi madre se ganaba la vida, mientras mi padre brillaba por su ausencia. Qué fácil fue, sin embargo, ser la niña linda de la cuadra con este físico esbelto y cabellera abundante que la providencia me entregó al nacer. En mi niñez, todos los muchachitos del barrio querían jugar conmigo y cuando crecieron quisieron seguir haciéndolo, pero, de otra forma. Yo no accedí, pues mi madre me crió con sus “fuertes valores”: “A usted le corresponde un príncipe. Bastante que yo me he fajao pa sacarla adelante. Usted no me le va a hacer caso a cualquier saltapatrá de este barrio. Aspire”.

En la adolescencia, mi madre se casó por primera vez con mi padrastro quien, a pesar de su derriengue por la botella, aportó lo suficiente como para mudamos a Sweetwater, donde las pandillas eran menos y los disparos escaseaban.

Todo esto lo cuento para que ustedes comprendan que, a pesar de la Gema fuerte que todos ven, mis orígenes dejaron serias grietas en mi autoestima (eso lo veo ahora). No trato de justificar el cuerno que fui de César, trato de encontrar apoyo en este momento tan difícil por el que paso, luego de nuestra ruptura. Eso es lo que espero de ustedes, amigas”, nos dijo Gema, luego de que nos pasáramos meses aconsejándole no involucrarse con ese hombre del que siempre nos hablaba en el gimnasio. Si bien, no la enjuiciábamos, sí teníamos en la punta de la lengua la desagradable frase “Te lo dijimos”.

Por más que tratamos de persuadirla, ella se aferró como si no fuera una mujer con grandes atributos físicos y logros profesionales. No había clase de Zumba en la que no admiráramos su esbelta anatomía y la gracia con la que repetía las rutinas en el salón. Sin embargo, Gema sentía que lo recibido de Cesar era suficiente. ¡Lo que jode una familia disfuncional!

Al año de graduarse de Business Administration, Gema volvió a la universidad para obtener su maestría, fue en ese tiempo que conoció a Bruno, un estilista en buscaba de modelos para promocionar su nueva línea de productos para el pelo. Una cosa llevó a la otra, primero el cambio de color de pelo, luego la pérdida de peso para verse como una “verdadera modelo” (anoréxica), la participación en varios concursos de belleza de bajo presupuesto y, después de conocer a su primer novio, el aumento de senos pagado por él.

La administración de empresas volvió a su mente, según ella, cuando entendió que su belleza no era tan valorada en esos concursos como en la Allapattah de su niñez. Mi versión es que fue cuando conoció a uno de los patrocinadores de esos certámenes, con quien se involucró sentimentalmente y que le ofreció la dirección de una de sus pequeñas empresas. Había más dinero allí que en las sesiones de fotos donde exponía su cuerpo sin dejar mucho a la imaginación. Eso sí, en sus redes sociales, cargadas de partes de cuerpos expuestas al sol, la frase, en español, “Diosito siempre conmigo”, nunca ha faltado en su profile.

Lo primero que hizo como directora, fue cambiar su guardarropa, por uno lleno de colores pasteles, también se mudó con su madre a Doral, donde pensaba que sería más fácil encontrar un buen partido.

Poco después de su mudanza conoció a César en una actividad para empresarios del Doral, al que ambos asistieron en representación de las compañías para las que laboraban. Alto, perfumado, con buena presencia y buen carro, llamó su atención de inmediato, cuando lo observó a su lado mirándola. Que fuera casado y que le llevara veinte años de edad no fueron factores importantes para desmotivarla ante la invitación a cenar que le extendió. Ante lo primero, esquivó el tema y ante lo segundo, ella le dijo que parecía de unos treinta y ocho –solo diez más que ella.

–No hay nada que enamore más a un hombre en crisis de edad que le digan cuan joven se ve y que no le pidan explicaciones–, aseguró Gema cuando nos contaba los pormenores de la primera cita con el cincuentón.

–Es todo un caballero, me pasó a buscar, se desmontó y habló unos minutos con mami. Me abrió la puerta del carro y luego cenamos divinamente en Hillstone. No es un hombre muy expresivo, pero conmigo se abrió bastante, hasta me comentó que su esposa vive en Nueva York, o sea que están separados.

–¿Te dijo que están separado?

–No, pero es obvio–, dijo mi amiga con todo empeño de que no le preguntáramos nada más sobre el tema.

Gema también nos comentó sobre la prominente y poco atractiva barriga andropáusica de su pretendiente y de su terrible gusto por escuchar música de los ochenta, mientras conducía su Mercedes, canas al aire. A pesar de estos pequeños detalles ella estaba convencida de que ese podría ser su príncipe azul, sobre todo, después de no le pidiera acostarse con él en la primera cita. Es muy fácil allantar a un hombre en crisis diciéndole cuanto quiere escuchar, sin embargo, las mujeres desesperadas por encontrar parejas tienden a engañarse ellas solas.

Para la segunda cita, César ya estaba “encantado e impresionado” con ella, según las palabras de la propia Gema, pues el carguito de directora le daba un aire de mujer independiente ante los ojos de su pretendiente, que se sentía inyectado de estima por la joven que le había hecho caso en el otoño de su vida.
–Esta gran conexión nuestra me tiene cautivado–, le confesó César a Gema quien, más que conectada, pensaba en las conexiones que podría conseguir como pareja de César, luego de esa cita.

Después de texto y texto, foto y foto, video llamada y video llamada; la cuarta cita fue crucial en la relación de ambos tortolitos 40/20, ya besuqueados intensamente, sin aún llegar a la cama. Esa noche, entre vinos y comida exquisita, salió a relucir el tema de la esposa, cuando César le comentó que viajaría a Nueva York para ver a sus niños (unos tajalanes de 20 y 15 años de edad).

–¿No pueden tus hijos venir a Miami a verte a ti? Si estas separado de tu esposa, ¿porqué tienes tú que ir hasta allá? –Le preguntó Gema enfurecida ante ese tema tan incómodo.

–No estamos separados, aunque para mí sí. Mis hijos están estudiando y no pueden perder clases, por eso voy yo.

–Mira César, yo no quiero un hombre casado en mi vida. No necesito ese problema. Si crees que tu felicidad está en tu matrimonio, lucha por tu esposa–, le dijo Gema, sabiendo que este tipo de cursilería propia de los X Generations le ganaría puntos.

–Nunca te he mentido, pero te prometo que voy a arreglar esta situación. No sé si quiero arreglar mi matrimonio, pero tú te has convertido en alguien muy importante en mi vida y no quiero perderte. –respondió él, apegado a la misma cursilería que ella había empleado y que casi la hizo vomitar, pero no desistir de levantárselo.

Pasaron dos semanas en las que, extrañamente, se textearon poco. El en Nueva York, ella en Miami, atenta a cualquier mensaje suyo. A los quince días, ocho horas, siete minutos, de su partida, César le informó sobre su regreso a Miami y la citó en Grazianos. Ella notó un poco seca la forma en que César le textió, pero lo atribuyó a la falta de contacto físico experimentada por ambos en los pasados días. Así que, ataviada de un vestidito blanco descotado y unos zapatos de tacones, fue a su encuentro. Su instinto no la previno de lo que le esperaba en esa última cita: La esposa de César sentada en una mesa del restaurante y no César.

El camarero la condujo hacia la mujer cuarentona que la esperaba más perfumada que César y con porte de doña de telenovelas. No parecía tan aburrida cómo la había descrito César, las pocas veces que se refirió a ella; tampoco parecía triste ni enfadada; eso sí la preocupó.

–Hola Gema, César, mi esposo, no pudo venir, pero es como si estuviera aquí, por favor siéntate. Sin saber qué otra cosa hacer, se sentó. Nunca antes había atravesado por una situación así de incómoda.

–Quiero darte las gracias por tu incidencia en nuestro matrimonio, le soltó la esposa con una sonrisa indescifrable–, luego añadió: –César y yo hemos estado viviendo, este año, en ciudades diferentes por cuestiones de trabajo y, aunque constantemente él iba o yo venía, encontrarte en el camino lo ha ayudado a valorar más nuestra relación. Él me dio tu contacto antes de borrarlo de su celular, y la razón por la que quise juntarme contigo, hoy, es para informarte que he venido a vivir a Miami con mi marido, así que ya no necesitaremos de tus servicios. Con esas palabras Gema sintió cómo era despedida de su trabajo de cuerno, sin una palabra que se asomara a su boca.

De vuelta al gimnasio, Gema nos contó todos los detalles de aquella desafortunada experiencia, nos mostró, también, los tres textos enviados por César, desde un celular extraño, pidiéndole disculpas por la situación generada por su esposa aquel día, sin que con eso él le pidiera volver a verla. Ese sapo ya había re-encontrado su estanque.


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