Por Ana Barcelona

Miami era un río de carros desbordado, como muchas otras tardes. La paciencia se ejercitaba con el paso lento que todos llevábamos, a pesar de las prisas. Maritere me había pedido que la acompañara a una cita de negocios, pues había dejado su vehículo en el taller y, aunque le habían entregado un carro provisional, ella no se sentía segura manejándolo hasta Kendall.

Nuestras citas de amigas siempre se desenvolvían cerca de Doral o de Brickell, donde nos reuníamos varias veces a la semana en nuestra clase de Zumba. Mi amiga casi nunca pasaba esas fronteras de la ciudad así que aquí estaba yo para servirle de chofer. Llegamos a una oficina donde uno de sus clientes la esperaba para que le asesorara con las relaciones públicas de su negocio. El señor Valentín era muy simpático, para mí no era apuesto, pero al verle los ojitos brillosos a mi amiga, supe que le había gustado. El nos contó lo que necesitaba para su negocio y nosotras le escuchamos atentamente. Tomé notas en una libreta que siempre llevaba en el carro, como si fuera la asistente de Marité –algo tenía que hacer para justificar mi presencia en la reunión y en Miami uno siempre se anda reinventándose–, en ocasiones hasta opiné sobre algunas de las estrategias que Maritere se comprometió a llevarle por escrito la siguiente semana.

Mi amiga me comentó, unas semanas más tarde que le había entregado a “Valentín” el plan que llevaría a cabo con las relaciones públicas y extrañada le pregunté:–¿Cómo llegaste hasta Kendal, todavía no te han entregado tu carro?

–Fui en el carro prestado, ya me acostumbré a manejarlo, sabes que no me gusta molestar si no es necesario –me contestó ella, volviéndosele a iluminar los ojitos, como cuando conoció a su cliente. Allí pasaba algo, pues también me di cuenta de que en esos días, no había Zumba que mi amiga no bailara con una sonrisa en la boca, algo poco común en ella. Tampoco estaba pidiendo el zumo de pepinos, manzanas y zanahorias que acostumbraba a beber en la cafetería del gimnasio de donde salía despavorida sin conversar con nadie, cuando finalizaba nuestra clase. Era obvio que Valentín, además de haberle dicho a Marité lo que necesitaba para su negocio, también le había dicho lo que él necesitaba personalmente de ella. No es que sea chismosa, pero esos cambios de comportamiento casi nunca mienten.

El día que llegó teñida de negro no me aguanté la pregunta, bueno, no nos aguantamos la pregunta, pues todas nos habíamos dado cuenta en el gimnasio de su pérdida de peso y su constante alegría.

–Cuéntanos Marité, ¿quién es?

Nos confiesa que era Valentín y que se veían todas las semanas en su oficina, donde trabajaban en las relaciones públicas y “otros asuntos” del negocio. Nos había abandonado, por correr a los brazos de su nuevo enamorado, pero todas la entendimos y celebramos su alegría. A mí lo único que no me cuadraba era que ella tuviera que ir siempre a su oficina y que comienzan fuera en días de semana, pero nunca los fines de semana, pero, cada pareja tiene sus ritos y yo no era quién para infundirle dudas a mi amiga y mermar su felicidad con mis pensamientos negativos.

Un viernes se acercó a nosotras muy contenta, para comentarnos que Valentín la había invitado a almorzar ese sábado, luego de que visitaran el museo de arte.

–¿Y en la noche, qué van a hacer?, pegunté sin filtros.–Él tiene que viajar en la tardecita, por eso nos vamos a juntar temprano.

Me mordí la lengua para no ser ave de mal agüero y me olvidé del asunto.

El lunes siguiente Maritere, toda emocionada, nos hirió los ojos con el brillo de un anillo de compromiso que su cliente-novio le había regalado en su primera cita formal. Ella parecía poseída, como si la inminente boda hubiera hecho surgir de su interior un ser ajeno a la mujer lógica que yo llevaba conociendo por años.

–Wao! felicidades, le dije –pero, continué, –¿No es un poco apresurado ese anillo Maritere?

–No Ana, no lo es. Me he pasado la vida haciendo las cosas luego de pensarlas mucho y aún siento que me falta algo, quizás el no pensar mucho las cosas y dejarse llevar por el momento es la clave de la felicidad. Hoy estoy feliz. Me encantó la salida, la cena a la luz de velas en un restaurante precioso de Miami Beach, y cómo me sentí con su compañía. Ya a mis cuarenta y dos años no creo que tenga que estar esperando años de noviazgo y esas cosas. Yo entiendo tu preocupación, pero, este anillo no quiere decir que nos vayamos a casar mañana.

–Solo cuenta que estés contenta y si lo estas, yo también.

Marité dejó de asistir al gimnasio las próximas tres semanas, volvió un día y desapareció de nuevo por varias semanas más. No nos preocupó, pues ella nos había dicho que estaba viajando mucho con Valentín y, en verdad, me daba gusto que ella se sintiera bien en la compañía de su prometido.

Fue una tarde en la que atravesaba la ciudad para llegar a Kendall que recibí una llamada de Marité: –Amiga, vamos a bebernos un café, quiero comentarte algo.

El tráfico y las obligaciones que tenía ese día nos movió la cita para el café a una cena ligera en La Estancia de Doral, a eso de las seis y media de la tarde. Allí vía a mi amiga llegar un poco más delgada y no tan feliz, pero con el dedo brillantemente comprometido. Nos sentamos con el menú en manos y luego de decidirnos por unas entrañas con ensalada, ella me comentó el porqué de nuestro encuentro. Claro, luego de darle varias vueltas al asunto, porque no fue fácil para ella contarme que su prometido le había dicho que era bisexual. Marité en verdad se había ilusionado con Valentín y creo que él también con ella, pues le había dicho en su primera cita que desde que la vio le llamó su atención como ninguna otra mujer lo había hecho jamás.

La bisexualidad de su ex prometido no era lo que más la perturbaba, ni siquiera que viviera con Oscar, su “roommate”, al que llevó a su última cita, y junto al que le pidió que re decorara la casa, dónde, según ellos, vivirían los tres luego de la boda. Lo que en verdad la perturbaba era que su cliente no le hubiera pagado nunca su asesoría como relacionadora pública y que hubiera pretendido no pagarle el trabajito de decoradora, cuando aún pensaba que se casaría con él.

–Eso sí que no, Ana, yo no le trabajo de gratis a nadie. Gracias a Dios, que aunque nunca firmamos ningún contrato y que se quedó con varias de mis ideas, aún conservo el anillo. Algo es algo.

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