Por Mario Dávalos P.

La serpiente dormía debajo de una hoja de yagrumo cuando Anadina encendió el fogón para calentar la leche. El aire todavía estaba tibio y la humedad de la tierra se había evaporado: todo era polvo. Mientras en Bonao había llovido dos meses sin parar, en Azua no había caído nada en casi siete meses. Las vacas estaban flacas, muertas, o habían desaparecido entre los cañones y las lomas. En el conuco sólo quedaba alguna yuca y pocas auyamas sobre la tierra rota. Por el canal bajaba un pequeño caño de agua verde que debía ser filtrado y hervido para colar café. Del otro lado de la empalizada, donde hasta hace unos meses estaban los plátanos y los pollos, ahora solo está el burro amarrado de un guayabo.

El Colorao había salido a recorrer las tierras con esperanza de encontrar alguna vaca, aunque sabía que las probabilidades eran pocas. Los cuatreros habían descuartizado todo animal que había escapado y la sangre y los huesos atraían a los auras tiñosas que se posaban como verdugos negros sobre las ramas. El caballo levantaba torres de polvo y desde lejos podía verse el hombre sobre la bestia que cruzaba el cauce seco hasta adentrarse en los matorrales, machete en mano.

Anadina bebió café y hecho harina de maíz y huesos a los perros. Tiró agua sucia sobre el camino para calmar el polvo y barrió las hojas frente a los escalones azules. La serpiente atacó violentamente, clavando sus colmillos en la escoba y luego se quedó quieta y enroscada, la cabeza ligeramente levantada y los ojos inmóviles. Anadina gritó y tiró la leche caliente sobre la serpiente que solo entonces se arrastró veloz hasta los arbustos. Las rodillas le temblaban y Anadina se sentó sobre el tocón. No quedaba más leche. El sol saldría pronto y no había mucho que desayunar para cuando regresara el Colorao. – Me cago… – susurró, tan suave que a ella misma le costó escucharlo.

Entró a la casa, todavía con las piernas temblorosas. La serpiente era claramente otra manifestación del fucú que le había tocado, estaba segura; la sequía ponía a prueba su fé y su paciencia. Miró debajo de la cama. Imaginó otra serpiente escondida en la oscuridad lista para atacar sus talones tan pronto se sentara sobre el colchón. Se puso las sandalias y envolvió un pañuelo sobre la nariz y la boca. Montó el burro y salió, también, detrás de alguna vaca, alguna vecina o algún milagro.

El aliento, los pasos del burro y la nube de polvo, eran lo único que perturbaba el silencio. –Culebra de mierda –recordó.

La quietud era espantosa; ni ciguas ni viento ni insectos; nada se atrevía a enfrentar la sequía que poco a poco borraba el color de las lomas. Las colinas eran gigantes hormigueros blancos cubiertos de caliche. Todo se acababa.

Una silueta se levanta en el horizonte. Una forma extraña y larga que se recorta contra el resplandor del sol que no cede. Cuando está más cerca distingue un joven con una lata vacía en la cabeza.  –¿Por qué coño está tan alegre? –piensa –Jodida juventud .

-–Bueno día mi doña.

-–Bueno día. ¿Y tú, pa’ dónde vas?

–A la joya, al lao’ de la tierra de Don Efraín.

–Y ¿a bucá qué, mijo?

– A ver si aparece algo de comer. Por ahí andan un par de vacas cimarronas que le gusta meterse a donde Negro a beber agua, todavía queda un charquito ahí. Don Tulio ‘tá pagando mil pesos por betia’. Y si no hay na, po’ lo meno me traigo una lata de jobos.

–¿Mil peso’?

–Si, mi primo jayó una el jueve de atrá’. Donde estaba la poza, antes de la seca.

El Colorao había escuchado lo mismo y por la mañana había salido en esa dirección.

 –Una vaca es una vaca  –dijo con los labios humedecidos por la lengua.

–Mía, de Efraín o de quien sea, una vaca es una vaca –tomó agua, metió un pan viejo en el bolsillo de la camisa y salió bajo la oscuridad azul de la noche que también comenzaba a morirse.

-–Voy contigo mijo –le dijo Anadina.
-–Doña, mire, mejor no. Yo voy rápido y me meto por sitio malo. 
-–¿Tú no ves que yo ando montá y tu a pié? Dale que voy contigo, ¡coño!

El muchacho sabía que andando con Anadina no tendría derecho a reclamar la recompensa si apareciera un animal. Caminó resoplando, furioso incluso desde el respeto. Había venido por nada.

-–¿y tú de quien ere’ hijo?

-–De Gladys y Pepe. Arriba ‘e la cañá’.

–Ah, claro, igualito a tu pai. ¿y cómo está tu mamá?, ¿ se le sanó la pierna?

–Casi casi. Todavía camina coja, pero camina.

Siguieron en silencio, más cómodos uno con el otro. –El hijo de Gladys –pensó Anadina. Eta’ vida e’ rara.

Bordearon la loma seca y cruzaron por donde antes había estado el maíz. Entraron por el cañón del jobo, donde todavía el sol no llegaba. Quedaba humedad en algunas piedras a orillas del camino.

–Eto e lo que le guta a la vaca, hay ramita viva, ahí, vea. –El entusiasmo vuelve al rostro del niño.  –Mire, ahí hay huella’ ‘e vaca… se lo dije. 

–Si, pero tá’ sequita. Esa se ve que no e’ de ahora.

–Pero e de vaca o de toro mi doña.. yo se lo dije. Ello andan por aquí.

Anadina le resta importancia, pero secretamente se ilusiona. El dinero que se paga por una vaca, o la vaca misma, puede aguantarlos hasta que pase la sequía.

–Mire doña ahí hay otra. Se lo dije. El niño sonreía, los pómulos marcados por la genética y el hambre, la sonrisa brillante y pura.

–Dale muchacho, sigue. Que no pagan por huella, pagan por vaca.

–‘pérese doña, vamo a revisá’ eto bien.

El niño posa sus dedos sobre la huella. Anadina se desmonta del burro y lo amarra de una raíz.

–Mira muchacho, si aquí hubiera vacas eto estuviera lleno de gente.

–Mi doña, lo que ‘tamo bucando vaca somo’ nosotro’, si no hay ma nadie, ma nadie va a jaya’ vaca.

Anadina escupe sobre el suelo. Una mariposa se posa sobre la burbuja de saliva que comienza a escaparse entre los granos de tierra.

–¿Oyó eso doña? ¿Oyó eso? Ahí hay un animal, por ahí arriba. ¡Camine, venga! 

El niño corre por la colina. Sus pequeños pies ágilmente brincando entre las rocas afiladas, recuerdos de otro tiempo, cuando estas montañas también estaban cubiertas de mar.
De los árboles colgaban lianas y Anadina pasa entre ellas, lenta pero firme. De nuevo escuchan las hojas secas crujir bajo las patas de un animal. El niño brincó hacia las ramas de un árbol y de ahí sobre una gran roca que sobresalía de las demás. El animal estaba cerca. Anadina respira con dificultad y apoya sus manos en sus rodillas.

–Dale tú, yo voy ahora.

El muchacho desapareció entre los troncos y ella volvió a escuchar las hojas contra las rocas. Cuando Anadina se dio la vuelta brincó del espanto, como también lo hizo la gran iguana rinoceronte antes correr monte abajo.

–Me cago… mardita iguana. Muchacho’er diablo… –se limpió las manos contra el pantalón y bajó hasta donde estaba amarrado el burro.

Le parecía que todo se terminaba. Que el mundo se terminaba. En verano había muerto Yolo jodiendo con el motor en la autopista. Ella se lo había advertido.

–Muchacho, no juegue con motore que el afalto’ no perdona.

Pero Yolo se murió por pendejo. Esa es la realidad. Cruzar la autopista con los ojos cerrados no es un juego, pero a eso jugaban él y sus primos cuando ya no quedaba ron. Lo sorprendente es que los otros dos todavía estén vivos.

Con catorce años Yolo ya no quería estar en el campo y bajaba todos los días a la autopista para entrar al pueblo. Aprendió a moverse con el grupo del puente y les hacía mandados. Un día trajo un gallo sin nunca explicar de dónde, ni cómo. Era un pollo joven, un pinto, que ganó once peleas antes de que le clavaran una espuela de carey en el ojo izquierdo. Ese animal le había ganado más de quince mil pesos a Colorao en tiempos donde no había ni para ganarse quinientos. Yolo no era un buen hijo, pero traía dinero. Anadina se enteró al otro día, cuando vinieron dos policías a hablar con ella. El Colorao estaba en el campo y ella, sola, se tragó la muerte del único hijo sin entender porque de repente, todo se iba a la mierda.

En noviembre cayó la última lluvia, como era normal y la tierra se comenzó a secar lentamente, como era normal. Pero cuando llegó la mitad de mayo sin que nada mojara la tierra, ya la sequía era una crisis nacional que de a veces salía en primera plana de los periódicos. Todo el suroeste se estaba muriendo y la gente comenzaba a abandonar sus tierras, sus casas y sus vacas casi muertas.

El niño volvió con la misma felicidad inaguantable con la que había subido.

–Doña, por ahí hay vaca, pero tenemo que andá callao, venga.

–Deja eso muchacho, eso son iguana. Mardita iguana. Casi me mata de un suto esa degraciá. 

–Que iguana ni que iguana doña, deje eso que son vaca. Oiga que se lo digo. Que son vaca, que yo la olí.

–Que tú la olite ni tú la olite, mire coño, que yo no me voy a pone de mojiganga, camina muchacho er diablo que toy jarta ya. Yo tenía que habeme quedao en mi casa. 

El muchacho entendió el cambio de tono. Esta era una de estas ocasiones en que los adultos de repente inyectan una seriedad profunda a la conversación y, sobre todo en el campo, la única respuesta que no termina en violencia es –si señora.

Anadina caminó al lado del burro aunque más tarde se volvería s subir. El niño andaba en silencio, los brazos apenas moviéndose al ritmo del camino.

Era el día más caliente desde el verano pasado. La tierra oscura se perdía en un horizonte que vibraba y resplandecía.

–Camine betia’, júa  –y el burro aceleró un poco el paso.
–Doña, mire, ahí  –l niño señalaba la silueta de un bayahonda.  –Mire, mire, ahí abajo del palo.

Si la vaca no hubiera movido la cabeza justamente cuando Anadina miraba, nunca la hubiera visto.

–Coño.

La vaca también escuchó y se puso de pie con desgano. Todo el mundo se quedó inmóvil: Anadina, el niño, el burro y la vaca. Entonces Anadina dio un primer paso, muy lentamente.

–Tranquila, mami, tranquila –susurró mientras le quitaba la soga del cuello al burro.

–Agárralo ahí –le dijo al niño que tenía los ojos grandes y vivos, como sus dientes.

Siguió acercándose lentamente hasta que estuvo a diez metros del animal. La vaca retrocedió un poco.

–Sh, sh sh, ya, tranquila mami.
Antes de dar el próximo paso, notó el cambio en la luz. Era la primera nube en mucho rato.

Se quedó mirando al cielo, analizando la densidad, la tonalidad, la geometría y la estructura arquitectónica de la nube. Anadina no dominaba los términos científicos pero su experiencia en cosas del campo superaba la de cualquier meteorólogo.

Todavía la nube no abarcaba el cielo y el azul profundo, aquel que la hacía sentir tan sola, continuaba dominando.

Cuando volvió a mirar, la vaca estaba lejos pero la nube seguía acercándose.

–Coño –se lamentó el niño.
–¿Qué tu dijite?
–Nada doña, yo no dije nada.

Anadina aceleró el paso y el burro comenzó a trotar. Miraba con cautela las nubes que comenzaban a amontonarse. No quería ilusionarse, pero tampoco podía evitar la sensación maravillosa que sienten los que saben están por vivir algo importante.

–Muchacho, sigue tú por ahí, yo me voy pa la casa. 
–Ta’bien doña, bueno día.
–Bueno día, me le manda saludo a tu mamá, que se mejore de la pierna.

Las palabras ahora salían ligeramente de su boca, como pequeñas flores blancas. Había menos espacio y menos tiempo entre las sílabas. Hablaba pero no miraba al niño. Seguía buscando señales en la bola de nube.

–Niño, ¿cómo e’ que tú te llama?

 –Me dicen Yeimi.

El muchacho corrió hacia la loma, donde la vaca estaba sentada bajo la sombra de un viejo mango.

El Colorado todavía no había llegado y Anadina revisó debajo de los escalones antes de entrar a la casa.

–Maldita culebra de mierda  –susurró mientras de prisa ajustaba las cubetas y los tanques para recoger el agua de lluvia, que ya sabía con certeza, caería finalmente esa tarde.