Por GG

Llueve en Bogotá. Las calles reproducen siluetas de cuerpos semidesnudos en los charcos de Santa Fé. Las luces, impregnadas de marihuana y alcohol, bailan ballenato, salsa o reguetón. Las bocas hablan en rojo, las piernas  se extienden entre tacones y shorts.

En esta  Bogotá las mujeres son hermosas, flacas, corpulentas, cuarentonas o de edad universitaria– todas caben cuando se busca o se ofrece compañía–. Las esquinas no dan abasto, se desbordan de personas comprando o vendiendo placer. Me abro paso entre la lujuria hasta que la otra mitad del corazón colombiano se clava en mi memoria como un puñal rosa de siete espinas.

Deshojada, exprimida, la flor y la fruta alimentan el morbo, hijos esperando con ansias el sustento. La niña inyectándose olvido en las venas quiebra mi visita a este hermoso país que no escapa de la tragedia, como tantos otros en América.

La lluvia descompone pelucas. Uñas pintadas y barrigas no deseadas se multiplican a mi alrededor, visiones de las que quiero despojarme antes de emprender el camino a una de tantas iglesias de la ciudad, donde, seguramente, alguien habrá pedido que escampe.