Ilustración Jennie Santos
Conocí a Carmen Boullosa en la Feria del Libro de Miami. Había acabado de entrevistar al escritor salvadoreño Jorge Galán, gracias a la gestión de la poeta Roxana Méndez.
Al concluir la entrevista Roxana y yo nos dirigimos a la presentación de los libros Noviembre y El libro de Ana de Jorge y Carmen, respectivamente.
Luego de la presentación conversé unos minutos con la escritora mexicana, que desde hace décadas radicada en Nueva York. Así nació la idea de concretar esta entrevista.
–Carmen, ¿cómo percibes la producción literaria de las mujeres latinoamericanas en este siglo?
–Hace pocas semanas tuve en suerte participar como jurado del HAY Festival para elegir a tinta y nueve autores latinoamericanos menores de treinta y nueve años de edad. Nos procuraron una preselección de doscientos ocho autores, elaborada por editores y autores, de la que debíamos sacar la cosecha. La lectura fue apasionante.
Un porcentaje mayor (con mucho) eran varones, pero las mujeres eran lo mejor del lote, lo más notorio; esa generación pasará a la historia por las mujeres que la conforman – la extraordinaria Samantha Schweblin, Gabriela Jáuregui, Valeria Luiselli, y la única, muy especial Verónica Gerber (una joya que no llegó a la elección de los treinta y nueve, ya teníamos siete mexicanos, y cuatro de éstos mujeres), por mencionar sólo un puño. Varias, pues, no terminaron en la lista final, nos habíamos propuesto como objetivo no sólo atender al género, sino también a la geografía, cubrir todos los países representados en la preselección – que no eran todos los de la América Latina-, y abarcar la mayor cantidad de temas para mostrar la potencia de esta generación.
Resaltó, durante la lectura, la bienhechura de las mujeres. Su genio para atender temas muy diversos y cubrir los grandes desplazamientos que caracterizan a este siglo (las hay viviendo en diferentes ciudades, es notoria la extensión de sus localizaciones: no atienden al hogar natal junto al fuego, sino lugares variadísimos).
El otro punto del que hablé, el día que presentamos a los treinta y nueve, es que en toda la generación hay una feminización. La presencia del cuerpo y otros temas– por tradición considerados “femeninos”–, en los escritores varones, llamó la atención, así como la textura de la lengua. Todo apunta, por suerte, a una “degeneración” de los géneros, a una mixtura favorable al alma. En esto, me parece, las mujeres han ganado una batalla clave.
–Háblame de esa búsqueda que has emprendido de mujeres en el mundo de la literatura latinoamericana cuyas obras no han sido difundidas (que el canon ha borrado). ¿Con cuáles hallazgos te has encontrado?
– Imposible anotarlas a todas. Llevo décadas leyendo a las que están fuera de la moda, buscando, rastreando a las olvidadas. Es para mí una inercia, ir olfateando en qué punto está otra, por qué no se habla de ella. Una reciente– no la más reciente de mis hallazgos–, a la que menciono porque me parece inevitable, es Marietta de Veintimilla, porque fue primera dama del Ecuador, porque escribió un libro soberbio – Páginas del Ecuador- y múltiples textos, más o menos cortos – su defensa de Madame Roland, su tratado de Psicología moderna (no tan breve)- a quien se desconoce en el continente, pero en cambio dos de los 12 libros o pasquines publicados para atacar su obra clave son hoy accesibles a quien quiera en un sitio tan afamado como es la Biblioteca Virtual Cervantes. Así di con ella, por intentar comprender a Montalvo – que es soberbio-, ahí aparece muy mal parada. Y otro autorcete mediocre, que incluso la tiene en el título, La verdad sobre las mentiras de Marietta de Veintimilla. Se le rebate, pero se le borra, ¿no es absurdo?
En cuanto al extraordinario Páginas del Ecuador (aventuras, historia, ensayo, memoria, reivindicación, texto político, máscara) sólo es posible leerlo en biblioteca, y no en todas se le consigue, no se le ha difundido a nivel continental. Es delicioso leerlo.
–Te gustó leer desde pequeña, hablemos de esa lectora: ¿Qué libros leíste cuando niña que te marcaron positivamente?
– Mi papá era un gran lector. Me lo contagió. Por él soy lectora desde muy niña. Me leyó en voz alta clásicos universales. Ya cuando me sentía “independiente” de él, a los once, leí a Víctor Hugo, en mi propia copia (en dos volúmenes) de Los miserables. Por supuesto que me marcó – a mí, y a mis amigas, porque a lo largo de los años lo presté repetidas veces, es un libro aún hoy presente en mi vida-, y por esas fechas también devoré y me magneticé con la divina Brönte y sus cumbres, Emily Dickinson, las obscenidades de Quevedo (en prosa y verso, muy divertidas, su escatología me abrió un mundo), y no sé por qué mi papá tenía una edición muy bella de Edna Vincent St Milley, también la leí en su lengua (como a la Brönte y a la Dickinson), pero no tardé en irme hacia Cortázar, parada previa en Camus y lo que pergeñaba en los estantes de mi papá.
Antes, de niña, peiné los cuentos de tradición popular, escruté los grimms, las vidas de santos (y sobre todo santas), con los años he comprendido la huella indeleble que me han dejado… Recuerdo, como si fuera ayer (y no es retórica, sino un comentario puntual) un día en que yo peleonaba con papá para que me comprara más libros, porque, le decía, “no tengo qué leer”. La casa estaba llena de libros, mi comentario no era del todo legítimo. Mi papá me argüía, “el día que acabes la Biblia de principio a fin, tal vez te compro un libro”. Nada quería yo tener en las manos más que un libro.
–Has sido profesora de literatura ¿qué vivencia atesoras de esa experiencia?
– Releer, y ordenar mis lecturas, mis notas de lectura, ha sido para mí muy beneficioso, me ha hecho crecer, me ha alimentado, me ha “enseñado”, ha sido un proceso pedagógico para autoeducarme.
–Ha sido más difícil cuando decido enseñar un libro recién publicado – más problemático, he oído lo que otros dicen, el tema, pero no la textura, y a veces ha sido incómodo. Enseñar clásicos es delicioso, los conocidos y los no incluidos injustamente en el canon. Especialmente, claro, las mujeres, excluidas por género, exclusivamente.
–¿Cuál es tu compromiso de cara a la literatura?
–La literatura es mi vida. No sé si a eso se le llame “compromiso”. Creo en la literatura más que en ningún dios padre. En su rebeldía, en su pluralidad de voces, en su desconcierto, en sus contradicciones. En la lengua. En su manifesto desdén por las fórmulas. Los textos literarios son como perpetuas cajas de Pandora, contienen demonios.
–Has dicho que cada historia que se escribe viene con una historia anterior que también podría ser escrita. Podría decirse que también sería factible escribir una historia posterior. Si aplicáramos esto a tu obra, ¿cuál sería el antes de la creación de tus libros y qué historia a futuro quisieras escribir?
–Oh, dioses. Imposible contestar a tu pregunta. Alguna vez dije en una entrevista que estaba fuera de mi alcance escribir una historia sin mujeres. Meses después, de cuerpo entero, escribí una y después varias novelas de piratas en las que no había un solo personaje femenino. ¿Cuál es la moraleja? Que el futuro es impredecible.
–En algunas historias te has interesado por la influencia que
produce el miedo en los personajes; en otras, lo que produce
el dinero en sus vidas, ¿qué otros elementos de influencia sobre los seres humanos han llamado tu atención, que te gustaría explorar, más profundamente, mediante tus libros?
–Lo sé post-mortem. No lo sé cuándo lo estoy escribiendo, menos cuando comienzo, y mucho menos antes de comenzar. Cuando termino un libro, cuando lo público, intento comprender qué me atrajo para escribirlo. Por el momento estoy a media novela – no digo de qué por ser supersticiosa, si la confieso se me escapa, me rehúye-, y no tengo ni idea qué me llevó a ella. No sé qué me llevará a la siguiente. Sin embargo, creo que la curiosidad es una virtud, y es tal vez la única sólida de mi persona. Todo me despierta curiosidad. Ayer mismo un caballero que me llevaba a una presentación me hablaba de los secretos de la impermeabilización de las calles y los edificios. Nos enfrascamos en tal conversación que por un pelo nos seguimos de largo. Me dejó con preguntas varias, que iré contestando. Puede no tenga interés para nadie, pero sí para mí – tal vez porque soy de Tenochtitlan, esa ciudad fundada sobre lagos…
–Fuiste la Carmen de Antes, la Carmen de Texas y la de cada uno de los libros que has escrito, porque eres una gitana que va de historia en historia explorando los temas que en ese momento te apasionan, según has expresado. La Carmen que me responde hoy ya ha pasado por todas esas obras maravillosas. Si miras atrás, ¿qué queda de la Carmen que publicó El hilo de la vida o Mejor desaparece? y ¿qué ha cambiado en ella en ese viaje que la ha traído hasta El libro de Ana?
–Soy la misma. La misma en demasiados sentidos, para empezar por la pasión y el asombro ante el poder de la lengua escrita, y también ante su debilidad. Como todo en la vida, ha habido bajas y altas. La ilusión de que todo es ascender es estúpida, es de mercadotécnicos, no de humanos. La otra mano de Lepanto fue un momento importante. No sé por qué, así fue. Me esperan otros.
–¿A la hora de construir los personajes de tus novelas cómo es el proceso? ¿Cambia de acuerdo a la obra que escribes o existe algo en el proceso que sea similar a pesar de la obra?
–Cada libro es una experiencia radicalmente distinta. No sé si construyo personas o atmósferas. Tal vez hay algo que se me escapa y que siempre es igual. Yo no puedo formularlo.
Ha habido algunas en que el personaje me conduce – pero no estoy segura, en realidad, creo que siempre ha sido la atmósfera, lo innombrable-. Repito: no lo sé.
–Si tuvieras que asignar un color para tu mundo literario, ¿cuál elegirías y por qué?
–Un color traslúcido, difícil de capturar por el ojo – que a veces parece esto, otras parece lo otro-, con tonos que se podrían calificar de melancólicos e innombrables.
–Vives en Nueva York, pero no has dejado del todo a México, pues siguen preocupándote los temas de tu país de origen. En tu experiencia de vivir entre estas dos naciones, ¿ha habido algún muro que hayas tenido que derribar?
–Nunca he dejado México, en efecto. Y he adquirido Nueva York
– en gran medida por mi marido, que es un neoyor encarnado, y no sólo porque esa ciudad es su tema de interés intelectual, lleva décadas escribiendo sobre y de Nueva York. Muros, hay muchos. De Nueva York hacia México, más muros. Sobre todo, el de clase, si fuese yo una mexicana millonaria, tal vez el muro sería menor. O si fuese yo varón. Pero este muro, el del género, existe también en México, más notable aún.
–¿Cómo ha sido la experiencia de escribir en México y de escribir en otros países? ¿Ha influido lo geográfico en tu quehacer literario?
–Sin duda. No hay verso, no hay prosa literaria, a las que no
alteren la atmósfera, el aire, la ciudad, el ánimo de la gente. El libro que escribí en Berlín no se parece a ninguno otro mío. Lo escribí allá, y allá está puesto entre cada línea, aunque sea un libro muy “mexicano” no es muy mexicano, sí sobre México, pero con el aire, la manera de dormir y soñar de Berlín. Amo Berlín, por cierto.
–Carmen, eres una mujer con una obra importante, trabajada con sumo respeto y me atrevería a decir que con mucho disfrute. has escrito teatro y poesía. Te apasiona el cine y la lectura. A pesar de todo eso no te consideras una intelectual. Para ti, ¿Qué es ser intelectual?
–No soy importante. Soy lo que soy. Posiblemente dije que no soy una intelectual en el sentido de una persona que lucha orgánicamente por consolidar un poder junto, frente o en oposición al Estado. No es lo que hago. Escribo novelas, creo en el poder dinamita del arte. No en la consolidación, etcétera. Tiene que ver también el hecho de que provengo de una generación que desconfiaba de todas las instituciones, y no quería el poder. Soy poeta desde fines de los sesentas, y de los setentas. Eso me marcó.
–Cuando estuve en Barcelona me emocionó mucho visitar el lugar donde vivió Bolaño. Tú tuviste la oportunidad de entrevistarle. Me da curiosidad saber cómo fue esa experiencia.
–Compleja. Es de mi generación. Fuimos jóvenes poetas que compartimos el mismo ambiente literario, y los dos tuvimos inclinaciones muy distintas. Bolaño se afilió a Efraín Huerta. Yo no. Ni tenía cabida (era mujer, era un ambiente más misógino), y no era mi “gusto”. Ese factor importante que es el “gusto literario”. Aprendí a apreciar la gracia de Efraín Huerta mucho después. Mi corazón iba con Tomás Segovia, con Octavio Paz. Sé ahora cuán grande es Lizalde, admiro a Gabriel Zaíd (entonces, de joven, sólo como ensayista). Estaba yo en otra orilla, en el mismo círculo. Después lo reencontré: persona y autor único, una joya. Ya se sabe.
–En esa entrevista hablaste con él sobre la trama y la forma de abordarla o plasmarla en los libros. Me gustaría preguntarte a ti sobre las tramas de tus libros, ¿cómo nacen? ¿Te persiguen?
–Me persiguen. No las procuro, ellas me buscan a mí. Es algo misterioso. Aunque hay casos en que sé yo busqué la novela, me empeciné, no sin dificultades. Como es el caso de “El libro de Ana”.
–Podría pedirte que me hablaras del México de los años 70’s, pero prefiero que me hables del México y del Nueva York de estos primeros 17 años de inicio del siglo XXI. ¿Cómo es tu relación con esas dos ciudades y cómo visualizas la escena literaria latinoamericana en estos dos lugares?
–Si veo a esas dos ciudades de frente, pienso que he abandonado las ciudades, y he optado por los espacios domésticos. En los setentas, ochentas y noventas, viví mi ciudad – o aquellas en las que trabajara o visitara por motivos de trabajo, porque ésta ha sido mi única manera de desplazarme, y sin duda la mejor y más sensata (detesto la idea del “turismo” o el “viaje” mirón, no es lo mío)-. En este siglo, la verdad es que he optado por amigos cercanos y espacios domésticos, no por ciudades, más que en el papel. Todo lo que he aprendido de Nueva York ha sido por vía de mi compañero de vida, Mike Wallace, para quien esa ciudad es objeto de estudio obsesivo. Por supuesto que conozco el ambiente de la ciudad, en el subway (y dependiendo la hora en que se circule en éste), en los diferentes barrios, pero no me siento autorizada a decir un pío. Ni de Ciudad de México: la mía ya no es mía.
Sin duda invierto mucho espacio imaginario “viendo” o conjeturando sobre Ciudad de México, pero no me atrevo a poner nada en papel, ni sobre NY, en abstracto.
–¿Percibes si hay diálogo entre la literatura que se produce en español y la que se produce en inglés en Nueva York?
–No creo que el diálogo literario entre tradiciones se dé
instantáneo. No lo veo así. Las conversaciones tienen más de coitos-interruptus, pensemos en García Márquez, fue él, y luego un blanco. Fue Bolaño, y luego la sordera. Aceptan esa diversidad como excepción. Claro que ahora hay otras figuras, y que el “hecho” o el “fenómeno” Bolaño ha cooperado a que se permitan, pero lo que se dice un diálogo…Yo creo que no.
Deseo equivocarmen.
–Háblame de tu ritual de leer poesía de Emily Dickinson o
de sor Juana Inés de La Cruz, luego de terminar un libro ¿Qué te regala esa experiencia antes de emprender el camino hacia otro libro?
–Leo poesía siempre. Como obsesión, sí, cuando termino una novela, en ese caso no sólo la “leo” sino que tomo mi libreta y “traduzco”, hago borradores de versiones, sobre todo Dickinson, que de alguna manera me da casa.
No es nada infrecuente que mientras estoy escribiendo una novela vivo bajo la influencia de la compulsión de leer poemas, los necesito, me alimentan, me nutren el oído – como cuando escribí La otra mano de Lepanto no podía desperdiciar instante sin leer poema de la época donde ésta ocurría, pero en todo caso hacerlo no fue para mí excepción, porque no es más difícil leer novelas mientras se escribe una novela, pero en cambio leer poemas es necesario.
Algo reciente es que me gusta oír poemas, de viva voz, de preferencia si es al autor quien la lee, si nació en tiempos que nos concede el privilegio, cualquier buen lector me es gratificante – tener una voz ajena a la propia leyendo textos que uno ya ama, Delmira Agustini (el proyecto de lectura colectivo es muy profesional), Gabriela Mistral, Alfonsina, etc. YouTube permite, con notable disparidad en la calidad de los lectores, escuchar poetas queridos. Lo hago continuo. No he dejado de leerla en el papel. No necesariamente poetas muy conocidos.
La verdad irrebatible es no me es posible no leer poesía.
–¿Cuándo podremos ver otro libro tuyo de poesía?
–Pronto, pero en edición tan limitada que será casi invisible. Di a Juan Pascoe, mi primer editor, un volumen de pequeña extensión, que lleva al centro – en su corazón- un lamento sobre una app perdida – una manera de hablar de los desaparecidos de México, en clave y sin clave porque provocan dolor, un dolor no en carne propia, pero sí íntimo-. Se llama La impropia.
Además, tengo en la fase final del horno (diré que en el “enfriamiento”) un libro entero. Creo se llamará La caos. No sé aún a quién le interesará. Hecho está. Me falta darlo por concluido – siempre un proceso que pasa por su ritmo y es algo doloroso-, para poder echarlo a andar en manos de lectores, editores que quieran adoptarlo, y de quien yo quiera ser parte de su familia.
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