Las primeras preguntas que resultan de mirar con atención un libro como este no dejan de ser profundamente contradictorias: Acaso los poemas de este libro se mueven en una perfecta danza de alas sincronizadas. O hay alguna que prefiera siempre acoger los vientos que la llevarán al oeste, rumbo al horizonte dibujado por mástiles y espuma, y otra que prefiera las densas corrientes de un páramo. Preguntas que, estoy seguro, ni los mismos escritores podrán responder de un solo tirón. O, si lo hacen, seguramente alguno se vería tentado a claudicar y a inclinarse por la posibilidad negada en primera instancia. Intento una respuesta.

La primera Ala de este libro se trata del poemario “En el revés del Espejo”, del poeta Ecuatoriano David Sánchez Santillán. El poeta nos recibe con un epígrafe de la ecuatoriana Ana Cecilia Blum que dice, a modo de Frase-llave, de entrada: “Porque nunca supe cómo se esconde uno mismo…”. Sánchez nos ofrece un libro que promete sacudirnos con esta verdad. Los poemas de esta primera Ala nos arrastran por un camino donde prima la confesión y develamiento propios y ajenos, acciones que, sin duda, confluyen en una transparencia dolorosa donde esconderse no tiene cabida. La escritura de Santillán se presenta con cierta complejidad, son poemas que se forman de versos que muchas veces son, en sí mismos, afirmaciones y sentencias, cada una, con algo que mostrar y, en apariencia, independientes de sus sucesores o predecesores. He ahí uno de los valores de este poemario: el poema se vuelve una especie de escondite, un espacio difícil, con muchas entradas y muros que, paradójicamente, o quizá no, permiten que la voz se revele, salga a luz en pequeños destellos.  “Odio atravesar a la víctima y más el correr tembloroso al escondite”, dice el poeta. En cada fragmento, la voz poética se muestra, se presenta en el poema como el rumor de una confesión incontenible. Y desde su posición, la voz dialoga con otras existencias y les aconseja, les exige muchas veces, revelarse igual que ella ha hecho. El poeta se coloca junto a la amada, al miedo, a la pregunta y se observa estar (cito) “Solos/ eternamente solos/ Resonantes al murmullo/ de un goteante vacío”. Entonces, para qué ocultarse, si nada se espera. Se revela en cada poema, y cada poema revela un capítulo de la vida.  “Este es el único tempo de vivir/ el único”, dice David, casi a modo de necesaria amenaza. Así, Sánchez construye un libro que nos lleva por el más peligroso de los caminos: el que viene inmediatamente después de revelarse, de abandonar el escondite, de salir a mostrar la carne y la paciencia como blancos fáciles. El peligro acecha al que se descubre: “Medusa danza, y calla entre los vitrales”,, dice el poeta. Y sin embargo, la voz avanza, crece y repite “persigo a la claridad en busca de mi nombre”; porque sabe que dejar el escondite es apenas el primer paso para conocerse. Los poemas de David Sánchez dan la cara, como el fuego ante el oxígeno. Y en ese juego de amenazas y develaciones, el poeta suplica un comenzar de nuevo, sin ocultamientos que fabriquen la soledad. “no hay tiempo para jugar al escondite y buscar. Rómpeme a pedazos, colócame de vuelta. Hazlo bien esta vez”. Y así, la voz afirma “De no hallarte aquí, en esta morada, yo pasaré con el camino, esperando la siguiente estación…” Entonces entendemos que la voz poética ha salido de la sombra, que ha dejado su refugio, que ha caminado las amenazas, porque le queda un andar cada vez más liviano en el que le acompaña, siempre borrosa, una cansada esperanza.

La segunda Ala se trata del poemario “Fragmentos de un deceso”. Llega a arrasarnos con la belleza y el dolor de las cosas cotidianas. Este poemario, del cubano Manuel Adrián López, es un canto a lo que no pudo, y no puede ser. Manuel es un poeta que se deja envolver por la propia escritura, sabe que escribir implica siempre un intento de recuperar algo ausente, pero sabe, al mismo tiempo, que el intento siempre es fallido y que de ahí proviene su belleza. Después de todo, queda, en el poema, una estela, como el rumor que retumba en los oídos después del grito, como el recuerdo se muda a la piel después del amor. En su poemario, se identifican dos vientos que se cruzan y se huracanan entre páginas. Uno de ellos es el viento que arrastra el sabor del fracaso. La voz poética de Manuel transita por las calles del presente, habita los rincones de los hombres solitarios que permanecen (cito) “oyendo las conversaciones de asientos vacíos, deseando un secuestro”. El hombre que recorre sus palabras es siempre el mismo hombre: sin rostro, sin edad, sin lugar, con nada más que la certeza de estar desecho. Ese hombre en ruina que (cito) “tiene el único plan de depositar sus huesos en una ciudad que no conoce su existencia”. Pero Manuel sabe que la alegría, las pequeñas muestras de piedad que es capaz de darnos la dicha, llega a los hombres de ruina como rápidas historias, como furtivas verdades. Pequeñas siempre, como efímeros roces o miradas. El poeta sabe reconocerlas, sabe mirar la belleza entre todo lo marchito. Sueña con cosas simples: “arroz blanco con sardinas, horas interminables sudando al juego del amor…”, confiesa el mismo poeta. Por eso nos conmueve tanto su poesía, porque detrás de un hombre que entierra sus cuchillos y recibe el embate del mundo armado, porque en mitad de lo fallido, está el intento, el buscar, el resistir, el conocer la belleza de un viento que viene vacío.

Pero Manuel nos empuja también con un aire mucho más íntimo, sus poemas son lluvia que fertiliza la semilla de un amor que se abre en su forma más pura, en su dolor más profundo. Detrás del hombre que añora el sudor de otro hombre, detrás de su silencio y su deseo encendido, está el frío y la nitidez del amor. Y la voz poética rechaza, destruye a cualquier ser, a cualquier dogma que se atreva a negarlo.  Manuel López nos enfrenta a la compañía que no puede ser, a la, cito, “llama que permanece encendida a medias, habita en el interior cavernoso de un ataúd velludo”. La carne, la sangre, la espera, el engaño, toman forma, saltan a nosotros en estos poemas y nos abrazan en silencio, como el hombre que busca amar a otro se abraza a su espera, a su dulce condena, a la añoranza de un cuerpo que se repite “aparecerá alguien que quiera tocarme, que disfrute mi cuerpo tal como es y ansíe fertilizarme…”. Y Ese hombre que ama y se duele, será siempre el rostro de la poesía.

Me atrevo a hacer una respuesta tentativa. Sí, este libro se mueve por caminos lejanos; pero cada ala se une a la otra en favor de un solo viaje: el de la poesía. Sin importar a dónde lleve, cuánto tiempo tarde, o qué tan largo sea. El vuelo se alza y nos lleva, nos destruye, nos despedaza, nos reafirma, nos consuela, en este libro necesario. 

Juan Suárez

(Texto para la presentación del libro durante Paralelo Cero 2017)