pie

Por Jimmy Valdez

 

José vivía en un zapato, un grande y hermoso zapato de un bellísimo color azul y estampadas alas en sus extremos. Vivía en un zapato porque aquel lugar era la fabulosa nación en el que todos sus habitantes producían zapatos para intercambiarlos con el resto del mundo.

Su escuela residía en una gran bota de largos cordones y flores en el techo, y los amiguitos con los que siempre jugaba eran todos provenientes de su misma zapatera, un barrio llamado “La gran babucha” en Zapatón del Taco. Entre sus amiguitos más íntimos se encontraba la preciosa cría llamada Agujeta Amparo, hija única del gran boticario, el señor Tachuela Amparo, amigo de la familia, redondo como un trompo y una larga nariz de forma puntiaguda con la que escriba sus recetas para los dolores de barriga y el cuidado de los dientes. También estaba Elena Suelas, de largas pestañas y hermosa sonrisa, la cual vivía en la pequeña entrada del hilo y las agujas, pues su madre era costurera, la cual le hacia todos sus vestidos y le bordaba grandes y hermosas mariposas en el delantal; además estaba Alfredito Forro, su mejor amigo, el cual siempre hablaba de chocolates con almendras, trenzas de azúcar y de historias que su abuela le contaba por las noches sobre un país lejano en el que todos sus habitantes cultivaban huertos de algodón y jengibre, mientras vagaban por el mundo en la gran feria que era aquel país de grandes carruseles como casas.

Para cuando las vacaciones de verano habían concluido, en su primer día de la escuela, haciendo hora de iniciar los afanes de un nuevo año escolar y estando todos  en el aula, la señorita Lluvia, la más linda maestra de surdidos y trenzas, llegó de la mano con un niño de tez morena a quien casi todos miraron de forma muy curiosa, pues el niño no traía zapatos, y su cabello estaba muy corto y rizado, en cambio vestía una extraña túnica de magníficos encajes verdes y rojos, que despertaron sonrisas y cuchicheos entre los otros niños del salón. La profesora Lluvia les presentó a su nuevo alumno cuyo nombre era Zulú, el cual tenía 7 años como los tenia José, y luego lo invitó a sentarse en donde más le gustase.

Desde que el nuevo niño fue presentado, José sintió unas ganas enormes de conocer si aquel recién llegado procedía de algún principesco palacio de las tierras áridas del sur o simplemente era un niño juguetón cuyos zapatos había perdido en algún lugar del camino. La curiosidad le hizo ofrecerle un asiento a su nuevo amigo Zulú, el cual se sentó tímidamente sin emitir palabras, como una ovejita mansa con leves signos de miedo. El gesto de José, no pasó desapercibido para sus amiguitos más celosos, los cuales no entendían la razón por la cual José había pedido al nuevo alumno que se sentara a su lado y todo el día trataron con indiferencia y enojo a José como castigo.

Zulú se sentía abrumado por el cambio que experimentaba su vida, no queriendo hablar en toda la mañana, mas José tenía verdadero deseo de llegar a ser su amigo, así que aprovechó el tiempo de recreo y ofreciéndole un pedazo de la sabrosa fruta de melón que traía como aperitivo, comenzó a ganarse la confianza de aquel muchachito trigueño…  Como  José estaba con el nuevo amiguito, pareciendo ignorar a los antiguos compañeros, sus amiguitos de toda la infancia, Agujeta, Alfredito y Elena, le miraban desde un rincón del patio de recreo, mientras se preguntaban sobre lo qué José y su nuevo compañerito podían estar hablando.

Entonces los niños decidieron acercarse a José para darle un ultimátum sobre la antigua amistad que les unía,  acercándose poco a poco ellos fueron junto a José y cuando Elena, quien se había ofrecido para ser la vocera del grupo de amiguitos, quiso decir algo, José se adelantó pidiéndoles excusas y explicándoles el motivo por el cual no les había dedicado esa primera mañana del nuevo año escolar. Zulú no hablaba el idioma de Zapatilandia, por lo cual debía de ser ayudado a comprender su nueva casa y cultura sin mayores complicaciones o traumas. José tenía ventaja sobre el resto de sus amiguitos, pues su nana Memba, también procedía de aquel país misterioso donde todo mundo usa túnicas con encajes diversos, y por tanto tenía conocimiento de qué lengua de hablaba Zulú.

Entonces los tres amiguitos del grupo quisieron saber más sobre Zulú y le pidieron a José que preguntará por qué aquel niño en su primer día de clases no traía zapatos. Y el niño de la hermosa túnica con encajes le respondió a José que venía del país de las ovejas y que allí todos los niños y niñas caminaban siempre descalzos, pues la tierra les hacía fuertes, les daba miel en los árboles y que para pastorear el ganado necesitaba trepar por riscos y veredas cuando alguna de las crías se apartaba de su grupo.

Fue cuando iniciaron todas las preguntas imaginables: qué cuales cosas le gustaban a Zulú, que cómo era su tierra, si en aquel país tenían camellos, qué tan cierto era que los elefantes podían volar con sus orejas y sobre las cebras pescadoras de peces con el rabo, las cuales intercambiaban con los gatos de las estepas por jugosas semillas en almíbar; entonces todos supieron que Zulú era el segundo hijo de un pastor de ovejas y una linda mujer llamada Ayerím, y que por tanto él conoció los elefantes, pero que nunca los vio volar, ni vio que las cebras pescaran peces con el rabo, sin embargo les contó sobre el gran tigre del desierto y la tortuga gigante cuyo caparazón era del tamaño de una montaña y que sabia vivir miles de años mientras encontrara de beber y comer pastos.

Ese día José pasó su día haciendo de traductor para Zulú y el resto de los amiguitos de clases, quienes interesados escuchaban a Zulú contar una y otra vez sobre su país y las cosas maravillosas que allí había dejado atrás.

Al siguiente día de clases, José y sus compañeritos decidieron llevarle un regalo a Zulú, un par de zapatos nuevos confeccionados con una atractiva tela a colores para lo cual todos cooperaron con sus ahorros; pero zulú no llegó a la hora regular en la que se inician las clases, el pupitre que le había sido asignado permanecía vacío y quizás por no tener zapatos, Zulú se había avergonzado y no regresaría a la escuela. José se sintió triste media mañana, habiendo decidido que al salir de la escuela iría por el barrio a buscar a Zulú para entregarle los nuevos zapatos y pedirle que regresase a las clases al siguiente día.

Todos en el salón intuyeron la posible razón por la cual el nuevo amiguito quizás no había ido a clases, manifestándose uno de los actos de amor y desprendimiento más sublime que en aquella escuela de Zapatilandia se recuerde: cada niño y niña de la clase se levantó de sus asientos, caminó hasta el pupitre que ocupaba Zulú el día anterior y dejaron sus zapatos y zapatillas para que de algún modo Zulú regresase a clases como cualquier niño lo hace en el país de la gran fábrica de zapatos.

Y cuando el último niño del salón había depositado su par de zapatos en la butaca, justo en ese momento en el que la maestra sonreía con lagrimas en los ojos, apareció Zulú en la puerta del aula acompañado de su madre, vistiendo como el día anterior, con su hermosa túnica dorada, pero esta vez y en sus pies, un par de zapatillas de un color rojo y esmeralda como los del arcoíris, iluminaban su presencia. Entonces Zulú entró a la clase, puso sus zapatillas junto a las demás, se sentó y de las mangas de su túnica comenzaron a salir pequeñas mariposas, chocolatitos alados y hermosas estrellas que se posaban en las manos abiertas de todos.