Por GG
De Guayabas y fresas, 2012.
Abdullah ama su oficio; lo aprendió de su padre, un hombre con una barba idéntica a la de él que también se llamaba Abdullah. Con los ojos brillosos habla de la admiración profesada hacia su progenitor y de sus enseñanzas que, como libro sagrado, guarda y aplica cuando trabaja llevando a cabo la misión de Alá sobre la tierra.
Su orgullo no son sus tres hijos o sus cuatro esposas, no; su orgullo es Sultán, la espada Jowhar que ha usado desde su primer día de trabajo y que mantiene el filo intacto, a pesar de sus múltiples usos. El secreto radica en el material con que son elaboradas; un hierro especial parecido al que protege el corazón de Abdullah. El filo de Sultán es igual a los sueños que le visitan de vez en cuando, como mensajeros de respuestas a preguntas que nunca se ha formulado, pero que, en varias ocasiones, lo han puesto a pensar que, más allá de la espada, existen otras formas de ganarse la vida.
Abdullah es un poco Dios, perdón, Alá; un justiciero empeñado en mostrar lo correcto. Jazmín, su hija, es una mujer enamorada que comete la locura de regalar la Jowhar de su padre al hombre que ama.
Hoy, luego de recobrar a Sultán, fue un día más en el calendario de una familia amante y respetuosa de los designios de Dios, perdón, de Alá. Después de dirigir su mirada hacia La Meca, por cuarta vez, a Jazmín le tocó ver trabajar a su padre que, con un solo movimiento de la Jowhar, dejó caer todo el peso de la justicia divina sobre la cabeza, llena de ilusiones, de un joven enamorado.
Con los ojos anegados en lágrimas y mirando hacia atrás, Jazmín, aún adolorida por los latigazos, cruzó la plaza junto al orgulloso padre que envainaba su espada, mientras el sol era decapitado por el horizonte.
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