Por Nestor E. Rodríguez
El verano del 92 lo pasé ataviado de negro y blanco y con una corbata de ésas que los boricuas llaman “de lacito”. Trabajé de siete a cuatro y de lunes a sábado para reunir los mil dólares que le debía a Don Pedro, el prestamista cubano vecino mío en Valencia. Como el resto de mis compinches, quería comprarme una van Volkswagen que me hiciera revivir los años 60 que nunca había vivido.
La oportunidad se presentó de improviso una noche de absoluto despelote en el Viejo San Juan, junto a la crema de Los Animales: Paul, el Abuelo, Cromañón y Héctor “Baja la Cadena”.
Allí estaba La Niña frente a Los Hijos de Borinquen, pintada toda de un amarillo encendido, con guía de madera y asientos de vinil de un BMW de los viejos. Apunté el número que aparecía bajo el C-VENDE y llamé al otro día de mañana. Una Volkswagen así había que comprarla rápido puesto que los interesados iban a ser muchos. Así fue como me personé en la casa del vendedor en Levittown y le puse en las manos los mil dólares en billetes de a veinte.
Mi hermano le pintó a la Volkswagen la imagen famosa de Korda que aparece en el costado de Mike Tyson, pero con todo y eso a los dos días la van no quiso prender. Llamamos al antiguo dueño, un baterista mafutero que pagó de mala gana por el arreglo y se despidió para siempre de nosotros.
Llegó el fin de semana y había que lucir a La Niña. Llamé a los Animales, a las Lamepisos; hasta tuve la osadía de aparecerme en casa de La Mayor de las Pagán e invitarla a salir con mi cuadrilla de atorrantes. No sé si fue por el descaro con que la invité o por las irresistibles formas de la Volkswagen, pero La Mayor de las Pagán dijo que sí contra todos los vaticinios. A eso de las 10 estaba tocándole bocina en Borinquen Gardens y ya para las 11 la Volkswagen estaba fletada con la fauna más despreciable de la ciudad.
Fijamos el rumbo hacia el Viejo San Juan. Una sola cosa me preocupaba y la comuniqué al grupo. Para llegar a la calle San Sebastián había que subir la cuesta del Castillo de San Cristóbal, algo risible para cualquier terrícola motorizado, pero no para nosotros, que montábamos un vejestorio con el agravante de tener ocho personas a bordo.
Hubo un caucus de emergencia a la altura de Puerta de Tierra, frente a El Hamburger. Convenimos la salida más audaz y ridículamente simple: acelerar al máximo. Con el favor del Altísimo y las leyes de la física, estaríamos en la San Sebastián en cuestión de segundos.
Cuando pasamos El Capitolio, ya en bajada, la Volkswagen empezó a ganar velocidad. Aproveché para darle más gasolina. Al avistar la cuesta del San Cristóbal tragué en seco y pude ver cómo El Abuelo ponía ambas manos en el dash y se inclinaba hacia delante en un intento patético por aumentar la propulsión. En mi mente el tiempo se detuvo. Cerré los ojos y abandoné mi atribulado continente. El grito descomunal de una de las Lamepisos me sacó del letargo.
Habíamos pasado Trafalgar. Lo grande ahora era encontrar parqueo, cosa de milagro en la San Sebastián un viernes por la noche. Cromañón mal confeccionó unos cubatas para matar el tiempo en el tapón. Al rato todo el mundo estaba entonado excepto yo. Bob Dylan enrarecía el espacio (“It’s not dark yet, but is getting there…”) y las Lamepisos no paraban de hablar. Los Animales estaban que no hallaban puesto.
Quise doblar por la San Justo pero mi poca destreza manejando vehículos tan largos hizo que quedáramos medio enterrados en la acera. Traté de dar marcha atrás, pero la Volkswagen no negaba con ruidos ominosos. Los bocinazos se hacían más recurrentes y anunciaban peores cosas. Era el momento de soluciones drásticas, así que ordené a todos bajarse y empujar.
Repetimos el proceso en la calle Cruz y por suerte, un poco más abajo, encontramos un espacio para estacionar. Al tipo que se ofreció a cuidar la Volkswagen le di un dólar ajado, no sin antes advertirle que conocía cada rayazo de esa carrocería y que si veía uno extra le quitaba lo dado.
– “Cógelo suave con el hombre, Poeta, no se te vaya a poner bravo”, me espepitó, burlona, La Mayor de las Pagán. Estaba clarísimo, esa noche la vida me sonreía. NR
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