El viejo Raúl uso sus tijeras un día y dizque me trasquiló: perdí la melena rubia, la hidalguía hispana, el ser blanco de profesión, pues mi cabello jamás volvió a lo güero y como castigo familiar al pobre del barbero jamás le dejaron entrar a nuestro patio de guayabas con sus tijeras ambulantes y la capa renegrida tirando al moho.
Mi calle se desahogaba en cunetas que iban a parar al canal mayor, dos frituras alumbraban la noche, y nuestros perros eran perros del barrio “tabuco” y “Boca negra” diestros en aparar los tizones de los plátanos recién salidos de la paila.
Estaba “MOZO” el profe, educador físico con su tablita asesina, al que lo asesinó un hijo dándole una pedrada en la misma chapa de la cabeza y se murió de una vez en el frente de la Chávelo, matrona que con sus tetas llenitas de pesos y los números de la rifa, fue presa de los ataques y de un amigo de lo ajeno que le hizo el favor de las hojas de guanábana y los olores del alcanfor.
Y llegó la Mecho, Juanita, Rosario medio en cueros, quien dejó la puerta abierta de sus tereques y todos pudimos ver al sargento Campos, marido de la Juanita, intentando cerrar la puerta de hojalatas con los pantalones en el suelo…
Por una semana el bar de doña Ramona cerró lo del negocio y solo funcionaba el billar, y a los nueve días justos, en un pleito de Cachón y Colá, cuando cruzaba el barbero de Raúl, tijeras en manos, pregonando sus servicios, la bola número cinco se le encajaba en el pecho y solo atinó a decir que lo “malograron” sin saber a quién deberle el favor, ni los porqué de tan temprano en el viernes.
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