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Por Ernesto G.

Por un momento me pareció que estaba desnuda. Pero no. Fue sólo una ilusión óptica. Vestía unos blue jeans y una blusa bien estrecha, pegada a su cuerpo sensual y juvenil. Yo iba manejando, absorto, feliz porque ya había llegado el fin de semana, gracias a Dios. Iba camino al mercado a comprar una botella de whisky para relajar después de estresante semana de trabajo.

Lo mejor no era que pareciera desnuda. Lo mejor no era que fuera tan sensual. Lo mejor no era que fuera joven. Lo mejor era que me miraba, lo mejor era que sonreía, lo mejor era que seguía mirándome, como pidiendo que le hablara, que le pidiera su teléfono, que la llevara a un motel, que le hiciera el amor (más bien que me la templara, hacer el amor es otra cosa, más leve, más delicada, más romántica; esto parecía ser un deseo animal).

Hay algo que no les he contado todavía. Soy casado. Un hombre felizmente casado. Mentira. No hay hombre que sea totalmente feliz en su matrimonio. Me gustan las aventuras. Me gusta conquistar a esas damas débiles que se dan fácil, esas frágiles criaturas que el azar nos regala. Me gusta salir a buscarlas, me gusta encontrarlas, me gusta después zafarme de ellas. Me gusta decir: «Lo siento, pero soy casado. No te puedo ver más».

Lo sé. Soy un verdadero hijo de puta. Pero todos los hombres lo somos. Levante la mano el hombre que no ha tenido una aventura, o dos, o tres, o mil.

Miren a Tiger Woods: bien parecido, millonario, famoso. Casado con una bella mujer. Pero, ¿y eso qué importa? Los hombres somos cazadores. Nos gusta la carne. Nos gusta la caza. ¿Quién lo puede negar? Tiger Woods es un cazador. Yo soy un cazador. Todos los hombres somos cazadores.

A mí las mujeres se me dan fácil. No se los niego. Tengo un no sé qué. Esta no era una excepción. Caería fácil. Era una presa. Ya había caído en la trampa.

Me bajo del carro. Camino hacia ella. Ella camina hacia mí. Esto se pone bueno, me digo. Gracias, Dios, por todo lo que me das. Gracias por ser tan generoso. Pero la verdad es que me lo merezco.

Me mira. La miro. Abre la boca. Me dice: ––Señor, ¿le gustaría donar sangre hoy?

 

Ernesto