Por Juan Dicent
Cazar y pescar eran actividades exclusivas de papá y mi hermano; así como lavar, fregar, planchar, cocinar y llorar eran actividades exclusivas de mamá y mis hermanas. La única actividad exclusiva mía era leer El Conde de Montecristo. Recuerdo que cuando veía a papá y a mi hermano preparándose para ir a matar pajaritos y peces me sentía raro, apartado, y deseaba que los años pasaran pronto para poder formar parte de esa hermandad de hombres, con sus conversaciones de malas palabras y sus diversiones varoniles. Por eso cuando papá le dijo a mamá que yo iría con ellos a cazar la mañana siguiente, la euforia no me dejó disfrutar de la yuca con queso frito; pude dormir porque cuando niño no conocía el insomnio.
Me despertó mamá con su mano suave, todavía oscuro, a veces cantaba un gallo. Salí del baño con jabón de cuaba en las orejas; en la cama estaba el atuendo elegido por mamá para mi primera cacería, un atuendo adecuado al monte, especialmente por los jeans cortados más abajo de las rodillas, y las botas.
A las 4 y media de la mañana es poco lo que se puede ver en el camino del pueblo a la montaña, tal vez las siluetas de los perros ladrándole a las siluetas de nuestros caballos y alguna soñolienta sombra de vaca masticando una y otra vez la yerba digerida por la tarde. Llegando a Los Quemaos las casuchas estaban cerca de la calle sin pavimento ni acera, a veces se escuchaban los ronquidos de hombres que cenaron con víveres.
No le aconsejo a ninguna madre dejar que su hijo chiquito monte en las ancas de un caballo manejado por el otro hijo ya adolescente, quien se cree autorizado a enseñar, sin advertencias, algunas rudezas inherentes a las bestias. Varias veces me agarré a la cintura de mi hermano con la seguridad de una caída, especialmente cuando hacía que el caballo, punchándolo en el cuello con una espina de una mata de limón, se parara en las dos patas traseras. Cruzando el río Yuna, con el amarillo empezando a teñir el horizonte, un árbol arrastrado por la corriente chocó contra nosotros, cortándome la rodilla izquierda, aguanté las lágrimas como un hombre.
Después de varias cuestas llegamos al valle del Candongo de manos con el sol. Dejamos los caballos en el rancho de un campesino que conocía a mi abuelo y seguimos a pie. Ellos prepararon los rifles de perdigones, me dieron la mochila que olía a detergente materno y que al regreso seguiría oliendo igual. Nunca entendí cómo después de pasarse un día entero cazando, y según ellos con éxito, llevaban a la casa sólo un par de palomas silvestres; descubrí el misterio debajo de una inmensa mata de mango, una especie de comedor comunitario para toda clase de pajaritos. Mi hermano me señaló un puntico que se movía de mango a mango; una cosita insignificante, una vida pequeña, un zumbador. Mi hermano quiso afinar la mira de su rifle, apuntó, disparó, pulverizando al pajarito. Luego apuntó hacia una cigua palmera, hiriéndola en un ala. Me mandó a recogerla, tuve que perseguirla entre la yerba alta, los cadillos se pegaban a mis pantalones, y la rodilla empezó a sangrar de nuevo. Yo quería demostrarles que podía ser un buen cazador, pero cada vez que intentaba agarrarla, la cigua, en su terror, me picaba las manos. Al fin la atrapé y se la llevé; mi hermano me dijo que la dejara gritar. Entonces entendí hasta dónde llegaba la pericia de mi hermano con un rifle, la había herido a propósito, para que la cigua, con sus gritos de socorro, llamara a sus hermanas. Fue una masacre, mi papá apuntaba, mi hermano apuntaba, yo cerraba los ojos. Ni siquiera trataron de recogerlos, mataron más de cien pajaritos por amor al deporte. Mi papá encendió un cigarro y me pasó su rifle cargado, pesado, para que yo lo intentara. Recibí sus instrucciones como un alumno bruto; apunté temblando a un mango rojo, maté una madam zagá. Papá me miró orgulloso. “Qué suerte tienen lo que no se bañan”, dijo mi hermano pasándome la mano por la cabeza.
Dejamos atrás el holocausto de plumas para bañarnos en el río Tireo. Ellos conocían una poza de fría agua clara, alimentada por un arroyo que venía desde la loma de Constanza; en las piedras habían garabatos de 500 años hechos por las muy poco artísticas manos taínas. Cerca de una chorrera, tal vez llevado por la sed, había un halcón mojado. Algo en su postura indicaba una herida, sus alas estaban enredadas con hilo de pescar. Yo pensé que mi papá y mi hermano iban a tomar turnos para matarlo. Ellos soltaron los rifles, y empezaron a hacer planes para liberarlo. Todomundo sabe que las garras de los halcones, para no hablar del pico, son armas que pueden causar heridas profundas, y un halcón herido luchará hasta el final, sólo la muerte podrá doblegar esa naturaleza brava de predador nato. Mi papá tuvo una idea digna de un programa de Animal Planet, se quitó la camisa, y se acercó lentamente. El halcón lo miraba con desdén, tal vez estaba cansado, porque dejó que papá se acercara lo bastante para cubrirlo con la camisa. Sin ver, con su mundo a oscuras, el halcón se tranquilizó; mi papá y mi hermano sacaron la navaja suiza y cortaron con sumo cuidado fraterno alrededor de las majestuosas alas que, extendidas, eran como mis brazos. Cuando lo liberaron papá me llamó para que lo acariciara. Sus plumas eran suaves, los diversos tonos recordaban las escamas de las serpientes. Papá lo puso en el suelo y con destreza quitó la camisa. El halcón nos miró, sacudió las alas, y entró en el cielo de las cuatro de la tarde.
¿Y dónde tan lo pájaro?”, preguntó mamá al ver la mochila vacía.
“Mamá, mamá, salvamo a un halcón”, le dije corriendo hacia ella.
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