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La Pequeña Habana es mi modelo, de ella capto imágenes durante toda la mañana y luego hago una parada en el Versailles, porque los domingos sirven habichuelas rojas. este domingo, como los últimos  cuarenta años de domingos, muchas familias llegan al restaurante, incluso, alguna que otra pareja sin andadores.

Al terminar de almorzar me marcho con un cortito en un vasito de foam y me dirijo al cementerio ubicado la misma Calle Ocho. Dicen que ahí una escritora famosa escribió algo sobre el troncos de un árbol, pero este detalle se me olvida al observar la arquitectura del lugar.

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En la entrada, un león de piedra escupe agua , produciendo una música que contrasta con el  silencio fúnebre que se escapa de las tumbas, a él no lo fotografía y sigo caminando ente  estatuas de vírgenes y ángeles, que vigilan a sus prisioneros desafíando el azul  que contrasta con las figuras de piedra esparcidas por el terreno.

Aunque el sol ilumina todos los rincones del Woodlawn Park Cementery, hay una latente oscuridad que sube por la hierba y se le mete a uno por los pies. Por lo menos yo, estoy preparada para salir corriendo si alguno de los inquilinos de este lugar decide dar un paseito.

 

A mi cámara solo le interesa el diseño de las lápidas y esculturas que forman un entramado de muertes recordadas y olvidadas de este cementerio, establecido desde 1913 donde fueron enterradas las raíces de los primeros  árboles de caoba importados a Estados Unidos. También fueron dejados aquí los cuerpos de ex presidentes de Nicaragua y Cuba, primeras damas, nadadores olímpicos, escritores, hasta del fundador de Coral Gables y de la universidad de Mami.

Más muertos que vivos, los homeless pasan por el frente del cementerio. Algunos han desaparecido dejando sus carritos de supermercados abandonados o quizás alguien que se escapa de este lugar hace compras a media noche en algunas de las tiendas cercanas, uno nunca sabe.

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Con decenas de fotos en mi tarjeta de memoria, dejo atrás el mármol, las piedras y las flores que sobresalen entre tanto gris, crema y verdeaste. transito la calle ocho por el carril de la izquierda en dirección a casa. A los tres minutos, decido moverme al carril del centro, por esas decisiones que uno no sabe por qué  las toma. Como cuando uno se va en una y besa a un tipo que le gusta, y él abre los ojos como dos lunas llenas.

A los dos segundos, aparece un carro vía contraria, rapidísimo, por el carril izquierdo de la Pequeña Habana. Al verlo pasar briciao, noto que no hace ni el menor intento de frenar y  el PUM de la embestida lleva a alguien al cementerio.

Cristal abajo, escucho los gritos de una mujer “¡Ay, ay mi Dios! ¡Ay, por tu madre!”

Parqueo el carro un poco más adelante para calmar mis piernas que aún  tiemblan. No puedo dar gracias a Dios por estar viva, porque darle gracias,  es agradecer que le tocó a otro la desgracia. Hago un minuto de silencio, cierro los ojos y respiro. Esos instantes de vida pasan como en cámara lenta por delante de uno, nada va más lento que el recuerdo del susto.

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