Un conocido relato de Kafka narra la historia de un escuálido sujeto que vive para ayunar. Se le exhibe en ferias multitudinarias donde lo celebran como “artista del hambre”. Con el tiempo su arte es domesticado hasta perder la gracia en tanto espectáculo. Al final nadie se acuerda del ayunador y éste sólo alcanza a decir que su naturaleza es prescindir de la comida porque no ha encontrado en este mundo alimento alguno que le apetezca. A setenta años de la publicación del relato de Kafka, el cubano Antonio José Ponte se desdobla en la historia de un escritor no menos estoico ante el hambre y que lidia con la forzada frugalidad de su alimentación escribiendo sobre comidas.
La metáfora parece paliar la ausencia de bocado obsequiando en su lugar la riqueza de las asociaciones. “Qué cosa el hambre/ nos convierte en fantásticos”, reza un poema del también cubano Antón Arrufat. En otro de Pedro Mir se nos advierte a modo de sentencia que el hambre de Quisqueya va de la mano con su despunte modernizador: “El hambre no es connatural al pasado histórico dominicano./ No se encuentra inequívocamente la raíz de esta calamidad en ninguna época anterior/ al siglo XX”. Pero, ¿y qué de esas cartografías del hambre no recreadas por la imaginación del poeta, ésas que parten de la intuición de actores sociales históricamente obviados en el drama nacional? Interpretemos nuestra ambivalente modernidad a partir de la toponimia de ciertos barrios y parajes: Salsipuede, Mata Hambre, Sabana Perdida, Quijá Quieta, Los Muertos.
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