Los fatídicos 80s no sólo empezaron con la muerte de Lennon, ese mismo año Papá consiguió trabajo en Haina, un asentamiento de 50 mil comadres evangélicas casadas con hombres cuyos ojos son los ojos de hombres que usualmente están debiendo par de disculpas y dinero. Pocos parajes tan bellos en el mundo, tal vez alguno que exista al lado de un basurero en el sudeste de Asia.
La cartonera, remedio chino infalible para la miseria tercermundista, traqueteó con algún mafioso político dominicano alma sucia un terreno al lado del Río Haina y del Mar Caribe, una ubicación perfecta para lograr hacer el máximo daño posible al medio ambiente. Papá tenía que supervisar los trabajos de construcción de tres estructuras gigantes capaces de albergar muchas máquinas monstruosas de esas que hacen RAM RAM RAM RAM TRAK. Sus días eran un infierno a todos los sentidos. Hombres derritiendo metales. Botas sudadas. Gritos acompañando a la mutilación de la hora. A ambos lados peces saliendo con el vientre hacia arriba. Olía a combustible, a humo, a mercurio.
La comida de Papá tenía que estar a las 12 en punto en la entrada de la cartonera. A las 12 en punto hora HBO USA, no HBO Latino. Papá no era un hombre comelón, como yo, no picaba entre comidas, como yo, no tenía la costumbre del postre, como yo, eso sí, cuando le daba hambre se transformaba en una bestia incapaz de discernimiento, como yo. Posiblemente una indigestión y un dolorcito de cabeza para entretener el resto del día. Y cualquier atraso, sin importar la razón, causaba terribles escenas familiares. Papá llegaba del trabajo y sin quitarse la ropa sucia se tragaba a Mamá. “YO TOY SEGURO QUE NO E HIJO MÍO”, flojó en una de esas, por eso desde que se armaba el reperpero José me sacaba para el patio a atrapar lagartos verdes y marrones. Agarraba uno en cada mano, y los acercaba, lentamente, hasta que abrían las terribles mandíbulas y se caían a mordidas; si no morían en la lucha los arrojaba con todas sus fuerzas contra la mata de mango.
José estudiaba en la mañana, yo en la tarde. Este horario escolar me hizo recipiente del deber de delivery. Desde la noche anterior a mi primer día de labor infantil sin remuneración pecuniaria, Mamá me instruyó sobre lo que se esperaba de mi persona, con énfasis en el punto que trataba sobre el cuidado de la cantina de aluminio de cuatro pisos: Abajo, arroz; segundo piso, habichuelas o guandules y raramente arvejas; tercer piso, carne; último piso, ensalada o tostones o pastelón o torrejitas de berenjena o cualquier otro adorno. A las 11 y quince, llueve, truene o viento, mi pequeña figura era requerida en la cocina, observando a Mamá dar los últimos toques a la cantina. A las 11 y veinte debía estar saliendo por la puerta con dirección sudeste. A las 11 y media debía estar cruzando la intersección de los camiones cargados de varillas o cualquier otro invento igual de ruin creado por los hombres con la excusa del progreso. A las 11 y cuarenta debía estar jadeando el último kilómetro de la entrada agradeciendo a Dios por el solazo que me achicharraba el caco cubierto por una gorra del Licey que me había regalado Papá a pesar de él mismo ser aguilucho. La odisea se hacía más larga porque, contrario a José, yo no podía llevar la cantina en los lados, debido a mi tamaño chocaba contra el suelo, y tenía que agarrala con las dos manos. Además, muchas veces tenía que pararme y protegerla con mi cuerpo del polvazo que dejaban los volteos a su paso.
A las 12 en punto Papá me esperaba en el portón de la cartonera. Era para mí motivo de alegría cuando yo llegaba unos minutos antes y tenían que ir a buscarlo, y él salía alabando mi puntualidad, un chin de orgullo en su voz mientras le recordaba al portero/guachimán que yo era su hijo más pequeño. Esas veces me dejaba más bigote que de costumbre, tal vez el muslo corto del pollo y un chin de arroz engrasado y un cariño de tostón y medio. A las 12 y 25 Papá salía y me daba la cantina para atrás. Según su humor me pasaba la mano por los cabellos señalándome los inmensos tubos de cemento apilados en la playa; yo me metía adentro de uno, y me sentaba a degustar las sobras de Papá, todo ese tiempo mirando hacia la mentira del horizonte.
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