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Por Gabriel del Gotto

Escrito el 8 de noviembre de 2009

Hace tiempo, supe que la risa es la mayor de todas las artes, y al igual que en todas las artes, para reír hay que nacer con este talento. La historia no empieza aquí, es solo una línea mas abajo.

La niña ríe. Ríe buscando las estrellas en el cielo que está en la parte posterior de sus parpados, con sus dientes pequeños, con sus pequeñas mejillas, entrecerrando sus ojos marrones y pequeños. Todo en ella es pequeño, menos su risa, su risa que ahora inunda la habitación, que contagia a todos los que la rodean, que no pueden evitar acompañarla, acompañarla pero nunca hacerle sombra, nunca llegar a eclipsar el sonido, el campanilleo maravilloso de la risa original, la primera de las risas, el modelo del cual han copiado todas las risas anteriores a ella, clonadas y aventuradas en el liderazgo de aquella risa única y de todas las que vendrán. Es una risa de felicidad pura. Sí, la niña es feliz. Le gusta la gente con la que está y siente que la quieren, y no podía ser de otro modo. Es imposible no querer a una criatura capaz de reír así; esa risa necesita un alma especial para poder emitirse, un alma que no tiene el torturador, el funcionario, ni tan siquiera los enamorados, que es propiedad única y exclusiva de la niña, pero que pertenece a todo el mundo.

Comenzó levantando levemente la comisura del labio, una media mueca que no sabía muy bien qué dirección tomar, atrapada a medio camino entre mil emociones. La conversación continuó, los minutos continuaron y esa mueca fue decidiéndose por fin; se había preguntado por sus planes de futuro y había decidido hacerse risa. La niña ahora sonreía, enseñando apenas los dientecillos, que se asomaban, tímidos, por el balcón de sus labios, a ver qué era todo ese alboroto, y vieron a los amigos de la niña. Los dientes son sordos (por eso no saben lo horrible que es el sonido cuando chirrían), así que no tenían forma de saber que estaban cantando. La niña sí que podía oír, pero no cantaba con ellos. Siempre da vergüenza que te canten “Cumpleaño felí”, porque nunca sabes si se supone que tú tienes que cantar también o si te tienes que quedar en silencio, y la niña optó por esto último.

Así podía tomar aliento para soplar las velas, que eran ya muchas.

Sopló, y todos aplaudieron. A la niña le hizo gracia ver a sus compañeros de clase, a gente que llevaba ya años en la universidad, aplaudir y gritarle a su salud y a su felicidad, y la sonrisa se fue haciendo más amplia, hasta llegar a las mejillas a tiempo de verlas enrojecer cuando él se acercó. “Feliz cumpleaños, mi nenita linda, te amo”, le dijo, y la besó.

La niña había dado muchos, demasiados besos en su vida, y también le habían dado unos cuantos, pero lo que él hizo fue besarla. Nadie nunca entendería, ningún hombre con que esta niña en su futuro se encontrara entendería. Por eso esto fue tan especial, tan sorprendente. Él hizo besarla. Y la niña, nuestra niña, comprendió de pronto la diferencia. Supo por fin de qué hablaba la gente cuando pronunciaba la palabra “felicidad”. Quizá quiso luego, quizá tambien la quisieron, quizá no se dio cuenta, no leyo entre lineas y por eso nunca volvío a conocer esa sonrisa, que aquel día la visitó. Pero por un momento, en algún lugar, la niña solo sonrío, aunque ya nunca lo volvería a ver, la niña, nuestra niña, una vez, también sonreía.

 

Ilustración G. Galán.