Por Juan Dicent
Llegué a casa de Mamatita de 8 años. Después del divorcio mamá se fue para Nueva York y papá le dijo que si se iba no se quedaría con los muchachos. Así que yo me fui para Bonao con la familia de mamá y José se quedó en la capital con la familia de papá.
Recuerdo el viaje en la guagua. Un señor al que se le veía en la correa el mango de un puñal imitación marfil llevaba un gallo listo para morir en una gallera. Yo no quise comer las galletas con ajo y el queso en hojas que tanto me gustaba cuando la guagua hizo una parada en La Cumbre. Llovía en Villa Altagracia.
Mamatita nos recibió como sobrevivientes de una guerra. “Eta e tu casa mi niña, te puede quedá to el tiempo que tú quiera”, le dijo a mamá. “E sólo por do día, el vuelo e el domingo”, contestó ella.
Desperté el domingo y ya mamá se había ido. Mamatita me contó cómo ella fue a mi cama y me abrazó y lloró. Yo pensé que lo había soñado.
Los domingos nos montábamos en el Peugeot de papá y cogíamos de pasadía para Boca Chica, Las Salinas, Barahona, Puerto Plata, El Salto de Jimenoa en Jarabacoa… Siempre era una playa o un río. Papá llegaba del trabajo el viernes y en la cena preguntaba para dónde queríamos ir. Era un juego, él ya sabía. Yo tenía un mapa del país y él me ayudaba a marcar los lugares visitados con un crayón rojo. “Vamo a conocé la ila entera como si fuera el patio”, decía papá. Ni siquiera fuimos a Constanza, yo quería ir porque está llena de flores con prados sembrados de fresas y los ríos cubiertos de escarcha aun en abril según me dijo la hija del vecino.
La falta de dinero acaba con las familias. Papá perdió el trabajo en la cartonera y se pasaba los días bebiendo. Tenía un buen puesto en la cartonera. Lo mandaban a hacer cursos sobre cajas a Venezuela, Brasil, Argentina. De allá venía con nuevas costumbres, comiendo aguacate con azúcar. Nos traía flautas y ponchos multicolores. El dueño de la cartonera lo llamaba compadre y siempre iba a nuestros cumpleaños con algún juguete caro como una cámara que exhibía las Guerras de las Galaxias y que yo abrí a las dos horas, dañándola, para ver el mecanismo. Pero papá, siendo jefe, se metió a sindicalista organizando varias huelgas para que aprobaran el pacto colectivo de los obreros. La Administración lo aprobó, con la única condición de que papá tenía que ser despedido. El sindicato no lo pensó dos veces.
Yo pensaba que vivir con Mamatita era una cosa pasajera. Cuando me inscribieron en el colegio comprendí que la cosa iba para largo, aunque jamás pensé que sería para siempre. En las tardes subía al techo a mirar para la calle. Imaginaba a mamá llegando con papá: “Nos vamo pa Contanza”. Me despertaba la voz de Águeda con su ven a comer muchacho encaramao ahí como un gato.
Parece que a papá lo ficharon como sindicalista, es decir, comunista. No conseguía trabajo en parte. El dinero disminuía y su mal humor aumentaba. Empezó a celar a mamá hasta con los primos. Se ponía violento y José y yo desde que lo veíamos bebiendo íbamos a la cocina a esconder todos los cuchillos. Nos acostábamos con miedo de despertar en medio de gritos. Una vez entramos corriendo a la habitación de ellos y empezamos a darle golpes a papá con los ojos cerrados. Mamá en una esquina sangraba por la nariz.
Nunca volví a hablar con papá, nunca se preocupó más por mí. Era como si el divorcio abarcara al hijo pequeño.
Mamá llamaba por teléfono y me enviaba ropa con cualquier primo que viniera de Nueva York. “Pronto vamo a ta junto de nuevo”, decía con voz de gripe, pero los años pasaron y eso no se cumplió, Yo sentía que la vida que vivía era una especie de parada en la carretera para buscar galletas y queso, que pronto la guagua seguiría su camino. Tenía la sensación de no estar donde estaba, tal vez por eso soy así, con miedo a hacer planes, a aferrarme a algo o alguien. Me siento un paria.
En las noches despertaba asustado, asfixiándome con la inminencia de un peligro. Imaginaba a mamá muerta en el subway de Nueva York y lloraba al comprobar que había orinado la cama.
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