Yo era inocente. Ahora estoy furioso, sorprendido y desconcertado. Bueno, de pequeños conocía algo de espías, fisgones y agentes de seguridad. Recuerdo que escuchaba absorto las radionovelas cubanas (hábilmente escritas por José Ángel Buesa) en las que había fascinantes personajes detectivescos, investigadores y espías.
Los fines de semana iba al cine. Mis películas favoritas eran siempre de espías y detectives. Desde la Mata Hari, que desbordaba mi imaginación, hasta los inhumanos sistemas de espionaje de la GESTAPO. Hollywood emulaba el espionaje, esa poderosa arma de guerra. Nos lo ofrecía como diversión pura, desde los tiempos de la postguerra. Pero no es diversión. El espionaje de Estado era la norma. En República Dominicana, Trujillo armó el siniestro SIM y su urdimbre de chivatos, asesinos y soplones. Mientras, en todo el mundo se desarrollaron las agencias de espionaje paralelamente con la poderosa industria bélica.
Pero ahora el espionaje está, como Dios, en todas partes. El Internet es la más grande y poderosa red de espionaje que jamás ha existido. Nadie escapa. La privacidad es un mito. Reyes, presidente, funcionarios, diplomáticos, militares de todo rango, células terroristas y el ciudadano común; todos estamos siendo constantemente vigilados. Los bancos saben perfectamente cuánto usted gana, cuánto gasta y en qué lo gasta. Pueden averiguar si el sujetador que usted le regaló a su madre es talla 36 o 42, si el perfume que le obsequió a su amante es de Calvin Klein, de Oscar de la Renta o de fabricación china.
La más alta tecnología está ahora al servicio del espionaje. Es un negocio de proporciones inimaginables. En nombre de la seguridad, los gobiernos, las corporaciones y las agencias saben a dónde usted se mueve, con quién se acuesta, qué automóvil conduce, dónde hace un giro. Controlan sus llamadas telefónicas, sus correos electrónicos, conocen sus enfermedades, sus médicos, sus hábitos y sus vicios oscuros. Saben si a usted le gusta la pornografía, jugar al póquer, fumar marihuana o empinar el codo. Toda acción suya puede ser reducida a un código diminuto y revelador. Quienes se dedican al oscuro mundo del espionaje no duermen, no tienen vida propia, viven acechando, son adictos, compulsivos, curiosos patológicos, morbosos empedernidos.
Y los gobiernos, por supuesto, se vigilan entre sí. A las agencias norteamericanas de seguridad no se le escapa ningún gobernante, amigo o enemigo. “Quiero saber qué habló Merkel con Putin” “¿Cuántas copas tomó anoche Rajoy?” Pero cuidado, porque esas mismas agencias son infiltradas por individuos capaces de jaquear el más sofisticado sistema de ordenadores. Es una locura. No hay manera de salvarse. Las cámaras de vídeo están por doquier y hay un ojo observándole. Usted ha sido asediado. Cuidado. No hable. No diga nada. No escriba. Guarde silencio. Todo lo que usted diga podría ser utilizado en su contra.
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