Por Jimmy Valdez
Trato de esconderme, de caminar a gatas entre cortinas y humo (un chirrido harapiento me obliga al tacto, al contorno transparente, como si no hubiese nada después de todo; suscrito a esa lista inexplicable que avergüenza y pone dedo acusador como revólver en la frente de los judas, los incapaces de lograr la gran venta de su cristo).
Sueños espantosos avanzan y vienen, se echan a los pies como podadoras (me quedo quieto, quietecito, respirando el azufre en su metamorfosis). Soy la parte huraña de algún perímetro (ocre, ambarino) al que los perros vienen, olfatean, orinan. Perros celadores en la parte muerta de marzo, acostumbrados a la carne chamuscada de los desaparecidos.
Y es cuando me escurro y subo hasta el ático e inicio cálculos en números romanos mientras el oído pone toda su atención en la menor eventualidad que suceda tras la puerta (perros y amos siguen buscando a la triste niña de Anne Frank).
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