Por Glenda Galán

De Mar de fugas, 2011.

La vida es todo aquello que pasa,

mientras uno está ocupado hacienda otros planes.

John Lennon

Invitación en mano, vestido largo en maleta y peinado de salón: ¡Todo listo para los quince de Rosa! Luego de nueve meses de ensayos –buscando partner, peleando con el coreógrafo y sometida a una dieta rigurosa en miras a caber, decentemente, en el vestido color limoncillo, probado hasta la saciedad por la modista–, ¡había llegado el día!

En la entrada de La Vega, una lluvia de flores naranjas nos recibió desde sus árboles, como claro presagio de una fiesta inolvidable. A las cinco de la tarde mi hermana y yo ya vestíamos nuestras mejores galas, planchadas y almidonadas, a exigencia de tía, quien no quería que la hiciéramos pasar vergüenza frente a los familiares ricos de su esposo.

Todos posábamos con Rosa, de lado, de frente, mano en la cintura, foto y foto. Aquella casa era un caos; llegaban flores, salían muebles, los camareros se alistaban y bebían algunos tragos de ron en la cocina. Cansada del alboroto, subí al cuarto de mi prima para descansar un rato. Mi abuela estaba allí, su visita había coincidido con los quince. Esperaba que esta vez se quedara hasta el final de la celebración y que no le diera con irse a medio talle, como era su costumbre, al visitar, sorpresivamente, a alguien de la familia. Era tan común su desaparición, que pasó a ser una extraña presencia entre nosotros.

Mamá Rosa era una mujer de ochenta años, flaca, cual vaca sin pasto, de ojos hundidos, perdidos entre un cúmulo de huesos faciales, cuyas manos diminutas hacían unos movimientos extraños, en ese momento.

––Ayúdame, estos pájaros negros me suben por las piernas y me quieren matar ––me dijo

alterada. Entonces, procedí a ayudarla, convirtiéndome en cómplice de su empresa de espantar unos pájaros que, para mí, eran transparentes. Cuando la vi más calmada, bajé hacia la locura colectiva de la primera planta, desarrollándose entre muebles de mimbre y sofás color oro.

A eso de las siete de la noche los invitados empezaron a llegar, al igual que mis nervios ante un posible ridículo hecho frente los invitados de tía, ¡qué presión! En mi mente practicaba cada paso del baile, ensayado hasta las ampollas, mientras el bello patio se iba transformado en sala de fiesta al aire libre. Las mesas de invitados, al son de manteles blancos, resaltaban entre el colorido del ambiente y del bizcocho, fotografiado con y sin Rosa. El olor a flores frescas era similar al de las funerarias.

A las ocho en punto el coreógrafo nos reclutó, colocándonos en fila junto a nuestros partners, como se había planeado. La música instrumental dejó de escucharse y en su lugar, se apreciaba la voz de un maestro de ceremonias presentándonos desde el jardín. Se abren las cortinas, colocadas especialmente para la fiesta, salimos una tras otra, las catorce parejas que acompañamos a Rosa en su baile. El vals y Rosa llenan el lugar; nosotros, parados a su alrededor, nos mecemos, esperando nuestro turno para cambiar de movimiento. Mis pies no caben en los zapatos de tacón y los dos pastelitos que me comí parecen haber encogido el vestido. Rosa baila con tío que ríe, nerviosamente, al ver a la abuela que se acerca espantándose los pájaros de las piernas. Mi hermana suda sin lazo en la cabeza –se le cayó en algún rincón, donde se estuvo besuqueando con Andrés, el partner de Carmen–, Rafi, el coreógrafo, nos indica que nos acerquemos al centro de la pista e iniciemos nuestra rutina de baile junto a la festejada. Ricardo no es muy buen bailarín y me sigue pisando cada dos segundos, como lo hacía en los ensayos. Por ser vecino de Rosa lo incluyeron en el baile, un compromiso bailado y sufrido por mí.

Al acercarnos a Rosa, Augusto, el partner de Ingrid, se pone rojo y con los ojos desorientados, a causa de su apretada corbata. Tía lo ve y lo ignora, tratando de sacar a la abuela del medio de la pista, pero tropieza con él cuando se desploma, justo en la mejor parte del merengue.

––¡Corran, se puso malo! ––grita alguien.

El doctor Diógenes, papá de Andrea, otra de las damas, trata de revivir al moribundo tirado en el suelo. Le afloja la corbata y le da dos galletas. Mi tía y Rafi lloran desconsoladamente junto a la abuela y sus pájaros. Mi tío bebe sin límites en una mesa apartada. Rosa, entruñada, se sienta junto a César, que no desfiló ni bailó con ella porque pelearon dos meses antes de los quince. Él la agarra de la mano, llevándosela hacia la sala. Los papas de Augusto respiran aliviados al ver a su hijo volver en sí. Lo sientan junto al doctor, quien le facilita un poco de agua. Mami busca a mi hermana que, de nuevo, anda con Andrés en algún rincón de la casa. Papi sonríe ante la escena protagonizada por su familia y me guiña un ojo.

Cuando todo se ha tranquilizado, la música suena de nuevo. Esta vez, una sin pasos ensayados. Agarrados de las manos, Rosa y César desfilan hacia el jardín,  los rodeamos y bailamos con ellos, riendo al unísono.

Mientras bailaba vi a la abuela salir por la puerta de atrás. La volví a ver tres años más tarde en su ataúd, de donde nunca más se fue.