Así como toda carencia es desgracia, toda desgracia es carencia.
San Agustín
A veces la desgracia llega de forma inesperada, eso lo notó Luz a sus ocho años al leer en la prensa una noticia familiar que corrió como pólvora por Ciudad Nueva. Paso a contarles lo sucedido.
Como todos los meses, Luz esperaba al abuelo con su maletín lleno de objetos para mercerías y su tufo a cerveza. El abuelo era vendedor de botones, cordones de zapatos, hilos, agujas y hermosas cintas de colores con las que, algunas veces, decoraba el pelo castaño de su nieta más pequeña. Cada teinta días el viejo visitaba la casa de su hijo en Ciudad Nueva, como parte del itinerario de trabajo que lo llevaba, desde la Vega, a múltiples tiendas del Santo Domingo de los setenta.
El hombre, de pelo blanco y estatura pequeña, llegó ese medio día y después de saludar, como de costumbre, se sentó a la mesa, se sirvió la comida en el plato blanco de bordes rojos, adquirido en Casa Mirro, y comió en silencio, bajo la mirada inquisidora del hijo que había abandonado a los ocho años de edad.
Un ambiente tenso se respiraba entre los bocados de la familia, pero para Luz, que detestaba la monotonía del comedor de formica del patio, era un placer enfermizo que todo se desorganizara ese día, desde el número de cubiertos puestos en la mesa, hasta el mantel de encajes que la vestía, en honor al invitado.
La madre sentada a la derecha del padre, los hijos frente a ellos y el abuelo a la izquierda, hacían pequeños ruidos mientras engullían la carne empanizada, el moro de habichuelas rojas, los plátanos maduros y la ensalada verde. Dorila, la cocinera se había esforzado por proveer a la familia de un menú variado, a pesar de que esa mañana no pudo pasar a comprar los ingredientes frescos al mercado modelo, al que acudía frecuentemente, repeliendo el sol con su sombrilla negra.
Finalizado el almuerzo el ambiente se alivianó un chin con los sorbos de café que tomaba el abuelo sentado en una mecedora de caoba en la galería de la antigua vivienda. Aunque la mecedora había perdido parte de la pintura en la parte donde se apoyaba la cabeza, aún lucía hermosa y era bastante valorada por los González, que la ostentaban como reliquia familiar desde principios de siglo. Luz acompañó al simpático hombre contándole cuentos que él pagaba a medio peso la unidad. Hecha la digestión, el abuelo besó a la nieta en la cabeza,tomó su maletín y partió.
Al otro día, los doce tíos de Luz se reunieron en su casa, para discutir los pormenores del pésimo estado de salud del abuelo. Después de deliberar, todos llegaron a la conclusión de que no ayudarían, económicamente al anciano en su lucha contra el cáncer.
–El nunca estuvo ahí para nosotros–, dijo una de las tías de la niña, pasándose la mano izquierda por la cabeza.
Una semana más tarde, el almuerzo de la familia fue interrumpido por una llamada telefónica que logró igualar el color del rostro de doña Carmen con el del arroz que nadie probó ese día.
–Sí, habla ella ¿Cómo dice? ¡Dios mío! ¿pero cómo pasó? –Aquí un largo silenciaría los ojos de la madre de Luz, que agradeció la llamada. –Si, ya anoté, yo le digo a Roberto, que tenga buenas tardes.
Y así, sin comida en el estómago, ni anestesia, doña Carmen se vengó de todos los dolores de cabeza que su esposo le había dado, según sus propias palabras, soltándole un –Roberto, se murió tu papá. Debemos ir a La Vega para el entierro.
Ni una lágrima, ningún gesto de dolor o de asombro, ninguna palabra salieron del padre.
–¿De qué murió el abuelo?, preguntó Luz con la voz quebrada.
–No sé mija, pero iremos al entierro mañana. Tú te vas a quedar con tía Elisa hasta que volvamos.
–Yo tengo que ir a despedirme del abuelo, dijo la niña entre lágrimas.
–No. Tú te quedas, sentenció la madre.
La actitud de la madre y el silencio que llenaba la casa, desde que se supo la noticia, hicieron que Luz pensara que algo raro estaba sucediendo. Presintió que la respuesta que buscaba saldría publicada en el periódico de la tarde, y no se equivocó. A las tres en punto, justo cuando terminaba el Chavo del ocho, sonó un golpe en la puerta, aunque usted que lee no lo crea. Era El Nacional que, como todas las tardes, arribó puntual y cargado de noticias a la casa de los Rodríguez.
La niña obvió la portada, sabía que las noticias de pequeñas muertes se encontraban en las páginas policiales. En ellas, ese día, se comentaban varios hechos lamentables que repasó con la mirada alterada, hasta que dio con lo que buscaba “El ahorcado del ocho” que se había colgado con su correa y había dejado un montón de botellas de cerveza vacías a su alrededor, en la modesta habitación pequeña que rentaba en La Vega.
“Coño, ni siquiera tuvo la idea de coger una de sus bellas cintas para colgarse”, pensó Luz, que no podía creer que no estuviera nublado, como sucedía en las películas que acostumbraba a ver, cuando la muerte llegaba a escena. De hecho, el sol estaba más brillante que otros días, sin truenos de fondo o grises cambiantes en el cielo, así la niña de los cuentos comprobó que cualquier día es bueno para la desgracia.
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