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The Last Supper (Camel-57), Andy Warhol.

Por Juan Carlos Quiñones

I.

Como los monstruos, las historias buenas traen cola. Las malas también, pero esas colas no son iguales. Será labor del lector decidir que tipo de cola arrastra este monstruo.

Todo, como siempre, empezó antes. Si contáramos el antes de cada historia no solamente no podríamos terminarla sino que no podríamos empezarla. Escogiendo, comencemos con una decisión. Decisión que como se verá, resultará nefasta.

Habían cosas que hacer y las hice. Siempre pensando en que al final de la faena terminaría yendo a La Junta a compartir con unos amigos. Ese es el desenlace deseado de esta historia. Escribamos, que parecería un final si no fuera por lo que pasó antes, entremedio, después.

Hice cosas. Fui a Río Piedras, antes fui a mis terapias (la gente como yo tiene que ir a sus terapias aunque estas no preparen a uno para lo que sigue después). Hice gestiones en Río Piedras que no describiré y me fui cantante para santurce, Villa Palmeras, donde corrientemente vivo.

Ahora empieza lo bueno.

Se me ocurre (el diablo es fiel y siempre te acompaña) que debo ir un segundo a La Junta por alguna razón que en el momento se presentaba como imprescindible y que ahora, mirando para atrás, resulta banal. Valga. No voy a explicar la geografía de la ruta que tomé porque es sencilla y porque Google Maps ayudaría a cualquier cualquiera a entenderla. Búsquese Google Maps. Yo no lo hice porque me da escalofríos la locura. Cuando llego a santurce, gracias al dios gigante por el tren urbano, pienso que de ahí a La Junta un paso es. Incauto. Este texto crecería si pudiera incluir un mapa de la ruta que me arrastró ese día. Prometo intentar incluirlo. Cuando llego a santurce (que es el lugar donde me quedo en la actualidad hasta que dios quiera) pienso que voy a intentar llegar a La Junta.

Llego a santurce, parada 26, momento de decisión. Donde duermo queda a unas cuadras. A donde quiero ir queda más lejos. ¿Qué hacer? Obvio. Vamos al lugar. La Junta. Hasta ahí nada parece anormal. La hora es temprana, los tempanos están claros, es viernes, no se me ocurre ninguna razón trangresiva en lo que planeo hacer.

Esto es hasta que conozco al Señor. Es el Señor porque nunca supe su nombre. Pero un día lo sabré. No quedará duda de esto. Le pregunto al Señor (para mi desgracia, para mi dicha) si él sabe que pasa una guagua por aquí que lleve a uno a la calle Loíza. La ignorancia la escribió Dante. El hombre me dice que sí, que la guagua 45 pasa por la Loíza, que la espere ahí. Ahora es que entra David Lynch. Este caballero tiene puesta una camisa con el diseño de un camello cuyo  cuerpo está dividido en secciones irrregulares, como un mapa. Abajo dice Camerún o algún lugar africano. Yo le digo al señor que la camisa me gusta, y lo digo con sinceridad. Con la sinceridad que yo te diría me gusta tu carro, está chulo. Pero tú no me regalas tu carro. Este señor, a quién nunca en mi vida he visto, vocifera: “!ah, te gusta! Yo te la regalo ahora, espera aquí.” Le digo inútilmente un “no señor, solamente que está bonita. Tranquilo, quédese con su camisa”. El dice “no, te gustó esta camisa te la voy a regalar”. Sin esperar respuesta, cruza la calle Borinquen a un Laundry al otro lado. Yo espero, fantaseo que simplemente se haya ido con su camisa y que todo fuera un bluff. No, my friend. El hombre vuelve con otra camisa puesta y me regala la camisa del camello. Yo trato lo más posible de evitar esto, pero es como evitar el tsunami que se avecina.

Si ese episodio hubiera terminado así hubiera tenido su gracia hilarante. Pero las historias traen cola. Esto no se queda ahí. El hombre (cuyo nombre no conozco porque habla muy rapido) me dice “ah, tú vas para la Loíza. Vente, yo te voy a llevar a la guagua”. Ahí uno se siente fuera de sí, que nada está en el control de uno, que uno tiene que dejarse llevar. Así se debían sentir los judíos cuando llegaban a Auswitch. El cabaellero me explica: esta es la guagua 45. Esta te lleva a la Loíza. Nos vemos. Y se va. Me monto en la guagua, nazi que soy, y me siento pensando: voy a llegar. Incauto. La guagua sigue por una ruta para mí desconocida. Saco el valor que no tengo (espiritual, que no monetario) y le pregunto al chofer si esta guagua pasa por la calle Loíza. El chofer se ríe. Cuando un chofer de guagua se ríe es ominoso. Ellos no tienen ninguna razón para reírse de nada. Esto signifca que cuando ríen es por algo significativo. Ay bendito, me dice. Esta guagua no pasa por la calle Loíza. Esta guagua VA para Loíza.

Loíza. El pueblo del este y no la calle. No sé cuán necesario sea escribir que no me queda un centavo y voy como un cohete para fucking Loíza. No puedo bajarme de la guagua porque sería bajarme en la miasma, en la oscuridad primigenia y contundente. No hay nadie en la guagua. ¿Porqué iba de haberlo si nadie va a la niebla a la que esto se dirige? Solo yo, involuntario.

La piedad humana. El chofer me mira y me dice que no me preocupe, que esa guagua vira después de llegar a Loíza. Small consolation. Yo iba para santurce, ahora voy al congo. Lo cuál, pensándolo bien, es la misma mierda. Pero no tengo remedio.

Vuelve David Lynch. ¿Han visto alguna pelicula de David Lynch? Qué suerte. Voy en una guagua solo por la carretera de Loíza a carolina y las luces del bus se prenden y se apagan, creo que el chofer lo hace apropos pero ¿qué importa? Si ya estamos en el infierno. La carretera es sinuosa, curvea. Hay una parada cada cien metros pero no hay nadie que se monte. Las luces se apagan. Pienso absurdamente: el chofer las apaga para ahorrar luz. Absurdo. En ese universo no hay la luz.

Llegamos a isla verde y el chofer me advierte que es conveniente que me baje ahí si quiero llegar a la Loíza o al mundo for that matter. Bajé. Esperé la otra guagua, la T5 que sí pasa por La Junta, porque ya yo era un hombre maldito. Pensé: voy a llegar como quiera. Como quiera.

Cómo iba a saber yo que la noche estaba empezando a descabronarse. Los eventos en La Junta no son contables porque fueron agradables e inocuos, como cuando uno se pasa una esponja en la tina. Un alivio. Pensaría uno. Amistades, alegría. Pero el monstruo, como las historias, trae cola.

Segunda parte:

II. Primera aparición

 

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