img_3426-1

Por Juan Carlos Quiñones

Don´t ask, don´t tell

(

¿Porqué?

Cuando los niños nos atosigan implacablemente con la pregunta, al principio siempre caemos en la trampa de responder con la verdad. Siempre. Instinto pedagógico natural a la especie, no es hasta cuando la pregunta se repite y se repite y se repite en un regreso al infinito ad naseam que nos sentimos atrapados, atosigados dentro de una lógica implacable e ineludible. No es hasta este momento cuando nuestro amor, nuestro aparente infatigable amor por los niños descubre su fatiga, su falla, su grieta. No es hasta este momento de pesadilla que descubrimos nuestro lado monstruoso, ese lado que es plenamente capaz de odiar a un niño inocente y es ahí cuando nos pasean encabritadamente por los escenarios de la mente fantasías de muerte, de garrote, de desollamiento, de decapitación, de tiro a quema ropa, e apuñalamiento de asfixia y de estrangulación. Porque es una pregunta que surge de la inocencia y de la genuina voluntad de saber pero que, en su repetición delirante deviene infernal, insoportable. Es una pregunta irresistible.

Pues es así como nos sentimos algunos escritores cuando nos acribillan una y otra vez con esta temible pregunta. Al igual que el juego epistemológico infantil, la pregunta “¿Porqué escribo? Parece recibir respuestas obvias, geométricas, tautológicas o parte del acervo de respuestas anticipadas. Los lugares comunes. Al igual que en el juego perturbador del infante, estas respuestas son las únicas ciertas. Igual que allá, hasta que aprendemos a mentir.

Porque llega el momento en que ante la pregunta “¿porqué?” la verdad se queda corta. ¿Cuántas veces puede uno repetir la verdad antes de que se vuelva insípida, aburrida, predecible y deleznable? Es entonces cuando la respuesta exige algo más que mera constatación de hechos, descripción de causas, autobiografía real: entonces exige una performatividad, que no es otra cosa que un eufemismo para la mentira.

Esto es verdad, pero es especialmente cierto en el caso de la indagación sobre las causas de la escritura. Porque desde el punto de vista fenoménico este resulta un acto hueco, un no-acto si se quiere. Uno quisiera responder siempre de un modo dramático a la pregunta: “¿porqué escribo?”, acaso porque por fuera -como la cáscara de la fruta o la apariencia aparentemente inocua de la piel de ciertas ranas en el fondo venenosas- el acto de escribir no tiene nada de dramático. Alguien mira la pantalla de un ordenador y se escucha un clak clak clak. Alguien mueve los dedos y hace muecas o su rostro permanece impasivo. Alguien arrastra la punta de un bolígrafo, de un lápiz por sobre la superficie de un papel y se escucha un susurro como de viento colándose por entre las hojas. Alguien se muerde el labio inferior, alguien se pasa la lengua por el labio superior, alguien achina los ojos, se pega a una pantalla, a todo en silencio excepto aquel clack clack que es en sí mismo indescifrable. No se percibe nada más desde afuera. A los ojos de un espectador que es radicalmente hipotético: la realidad es que casi siempre el acto de escribir es un acto de la soledad. Esto no es patético. El problema es que casi nunca hay testigos presenciales, y esto presta la imaginación del acto por parte de los otros de maneras fantásticas, a veces mitológicas. Uno quisiera que la respuesta a la pregunta fuera dramática, también, porque uno quisiera que el acto de escribir se presentara como necesario e ineludible, fatal (again dramático, trágico) para justificarlo cuando uno lo sospecha como radicalmente gratuito e innecesario en sí. Inútil.

Compulsión. Obsesión. Pasión. Todas estas palabras nos gustan a la hora de explicar ese acto a la vez obvio e inaudito. Escribir.

Pero la cosa no es tan straightforward ni tan fatal, o al menos no puede reducirse a estas pulsiones más allá de uno (las musas, el zeitgeist, la posesión espiritual, el odio, el amor) porque escribir es demasiado complejo a pesar de ser una pirámide invisible, tiene demasiado de premeditado para ser puro impulso. es como la diferencia entre homicidio y asesinato. Escribir una palabra detrás de la otra, por más paranormal o espontáneo que parezca ya implica un grado de premeditación y de anticipación que descarta lo impulsivo como la total explicación de la cosa. Luego vendrían las eróticas, las explicaciones de la seducción y el deseo, que a mi entender no acaban de explicar el acto, aunque algo de todo esto está envuelto en el asunto. Yo creo que escribo cada vez por razones distintas, al menos en momentos distintos. Porque leo. Y escribir se parece a leer y uno ama leer. Porque quiero que me quieran o al menos que me respeten. A veces me causa horror o me ha causado horror confirmar la inutilidad de escribir, acaso en mi caso por razones distintas a las de otros, aunque no sea el caso mío uno excepcional en lo absoluto. Lo que puede marcar una diferencia es que yo he dedicado toda mi vida a la escritura o eso quiero creerme, y uno no quiere pensar que le apostó todos los chavos al caballo perdedor. ¿Acaso escribo porque soy alcohólico? ¿debí haber intentado la academia? ¿escribo porque soy alcohólico y esa maldición me hace inepto para los rigores sistemáticos de la academia? ¿editor? ¿gestor cultural? Otros escriben y hacen academia y+o hacen otras cosas. Muchas veces porque no queda más remedio. Que escribir y otra cosa. Conozco a otros que aman escribir igual que yo.

Nunca ha sido algo tan cuestionable y tan incuestionable porqué escribo. Porque es hermoso. Porque si no lo hiciera y no lo hiciera bien sentiría que mi vida es un total desperdicio. Este sentimiento no es de inmediatez y no puede serlo. Sentir una vida desperdiciada requiere vivir una vida. Sólo desde la perspectiva retrógrada de mirar hacia atrás es posible llegar a la conclusión acaso delirante de que la vida propia ha sido un fiasco. Es la mirada catastrófica del Ángelus Novus de Benjamín. Que acaso no era otra cosa que un escritor frustrado. Y con alas.

Hoy creo que escribo para presentar una fábrica que tiene que ver con el mundo sin explicarlo. No una visión de mundo ni un reflejo del mundo. Una relación que dice algo sobre el mundo de carambola. Con toda premeditación. Siento también una voluntad política de escribir, a mi país y sobre mi país no para mostrarle nada a nadie. No soy un ejemplo de nada. No represento a nadie. Que lo que yo escribo sirva para de algún modo elucidar la realidad huidiza de mi país tiene que ser una buena razón para escribir. Pero hoy, en el hoy más hoy de todos los días de hoy, creo que escribo porque el arte es la cosa más compleja del universo que es lo más complejo en el universo. La conciencia es lo más complejo y solo para ella tiene sentido el arte, sin ser subjetivo, sin ser arbitrario. Contar nos pertenece a los humanos. O a lo que sea vivo en un afuera sideral que por pensar no podría sernos ajeno. O quizás sí. Podríamos ser simples piedras para la mirada de otro. Ya esto ocurre, y no son marcianos los que miran. Somos piedras. Que escriben. Entonces escribo para ser unos cantos de materia primigenia y bruta que sin embargo significa. Mañana, juro por el universo impasible que no sé qué respondería. Y esa respuesta sería tan cierta -y tan falsa- como esta.

 

jcq1