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Corría la década de los ochenta, mi padre viajaba constantemente y mi madre trabajaba en horario corrido seis días de la semana, así que no me quedaba de otra que llegar a la casa caminando. A pesar del intenso sol eterno de la isla, me encantaba sentir la brisa fresca de un Santo Domingo que aún respiraba.
Las primeras veces que caminé hacia casa, desde La Salle, me encontré con varios alumnos del colegio que realizaban un recorrido similar, lo que motivó que nos organizamos para iniciar una ruta en la que, como si fuéramos una guagua escolar, salíamos juntos del plantel estudiantil y nos íbamos despidiendo en las puertas de nuestros hogares. Yo era una de las últimas en llegar a casa, por lo que pude entablar una linda amistad con todos los del trayecto.
La ruta recorría la César Nicolás Penson con los jardines del Teatro Nacional, la Biblioteca Nacional y las hermosas casas que hacían de Gazcue una exhibición de tesoros arquitectónicos.
En esas dos semanas al mes, en las que debía caminar a casa, note que en la segunda planta de un pequeño edificio gris un señor, de blanca cabellera, se sentaba en su mecedora a leer con mucha frecuencia. Al comentarlo a los muchachos del grupo uno de ellos aseguró “Ese es Juan Bosch”.
Me extrañó mucho que un ex presidente viviera en un lugar tan modesto y que se sentara, como si nada, en su balcón, ya que, en mi país los ex presidentes y funcionaros han vivido siempre rodeados de un aparataje un tanto excesivo.
La verdad es que nunca me detuve a observar si había algún personal de seguridad cerca del ex presidente, lo que sí notaba era que él leía y leía, sin despegar la vista de sus libros o periódicos.
Yo, que siempre dudaba de lo que otros me decían, me acerqué a él en una ocasión, para confirmar que se trataba realmente del renombrado político.
-Es usted Juan Bosch?
-Si, ¿y tú cómo te llamas?
-Glenda
-¡Ah, Cortázar!, me respondió.
-Como la actriz- aseguré.
-Sí.
Y luego de reírnos un poco, nos despedimos.
Desde ese día, se inició un ritual entre nosotros, en el que pasaba frente a su casa y él me saludaba. Yo le respondía el saludo y seguía rumbo a casa.
A pesar de ser una adolescente, nunca lo molesté en sus lecturas y creo que él siempre agradeció ese silencioso saludo de mi parte. Siempre me saludaba primero, como todo un caballero y yo le devolvía el saludo maravillada de que un ex presidente fuera tan cercano a una desconocida.
Pocas fueron las veces en las que no estuviera allí sentado, o por lo menos eso dice mi memoria. Sus atuendos no los recuerdo, probablemente unas bermudas y camiseta o un pantalón largo y chacabana mangas cortas. Sí recuerdo su cortés sonrisa cuando apartaba la vista de sus textos.
Aquel Gazcue por el que tanto caminé estuvo siempre lleno de historias y personajes interesantes, de árboles que brindaban su desinteresada sombra, de una forma de vivir simple o quizás, era la corta edad lo que hacía simples las cosas ante mis ojos, ¿quién sabe?
En una isla que se complica cada vez más con diferencias de clases tan marcadas, con falta de oportunidades, atracos por parte de delincuentes comunes y funcionarios, me resulta hermoso recordar mis encuentros con Juan Bosch, en tiempos en los que no existían los selfies.
Terminado el colegio no volvimos a vernos. Años más tarde me enteré que se mudó cerca de la Churchill y también descubrí lo buen escritor que era. Hoy me reencuentro con él mientras escribo sobre sus cuentos en mi tesis de maestría, en la Universidad de Barcelona.
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