maniPor Glenda Galán

Cuando pequeña nunca me dejaron comer maní de los que vendían en la calle, las veces que logré hacerlo fue a escondidas de mami y sobre todo de papi, quien consideraba que una princesa no podía comer tales cosas.

Demasiados microbios en esos cucuruchitos elaborados quien sabe cómo, contenidos en una lata de pintura que iba haciendo figuras de fuego por todo el malecón.

Años más tarde, me encuentro en la isla tomando decisiones por mis padres, pues la edad no perdona, buscando la forma de entender cómo han pasado tantos años desde que Miami me recibió en sus brazos y hasta  que soy adulta y la ayudo a cruzar la calle.

Caminando rápidamente para montarnos en el carro antes de que nos asalten, mi hijo y yo nos topamos con un señor de unos 65 años quien nos ofrece su mercancía ponchera en mano.

-Maní tostadito!

Cómo privar a mi hijo, nacido en la isla del maní y criado en la tierra de los McDonald’s, de aquel salado manjar?

-Deme uno.

-Son a diez.

No se si fue  una irresponsabilidad de mi parte, darle a un menor una ración de microbios considerable, lo único que recordaré es la “carita de rico sabor” de mi bello adolescente, quien ya casi abandona la casa para tomar sus propias decisiones.