Llegué a New Orleans atravesando un largo puente, después de pasar la noche en Mississippi, donde el agua no quita el jabón cuando te bañas. New Orleans posee una luz especial que donde se posa hace de las cosas algo inesperado, una luz que aviva los colores apesar de estar nublado.
En marzo se asoman las primeras flores de primavera, contrastando con las ramas secas que aún cuelgan de los árboles y que dibujan las calles al interponerse entre el sol y el pavimento.
Las bellas casas multicolores y los árboles de roble conviven en perfecta armonía por toda la ciudad, mientras que en French Quarter el jazz y los dibujantes comparten las calles con los lectores del Tarot y los que leen las palmas de las manos, que en su mayoría trabajan frente a la iglesia y al Museo.
En una esquina cualquiera puedes encontrar a un perro que finge estar muerto en un pequeño ataúd, con el fin de ayudar a su amo a recolectar el dinero par ala comida y también a una mujer con una voz impresionante que además de cantar toca el clarinete.
En Bourbon Street donde están ubicados todos los bares del mundo uno siente que anda borracho, aún sin haber consumido ninguna bebida alcohólica, es tan contagiosa la euforia de la gente al caer la tarde, que uno termina bainando por toda la calle sin darse cuenta.
Al aterdecer, el sol besó las casas de la ciudad antes de irse a dormir y advertí que ese sol que se despedía, brilla como en ningún otro lugar en esta parte de la tierra.
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