Ramón Matos
Un amarillo sol veraniego calienta los adoquines. Pequeños remolinos de polvo y restos de hojas y semillas secas se levantan al calor de la tarde. Un puñado de palomas recrea las tonalidades de los grises de la tristeza, escarban en las piedras en busca de alimento.
Han sido destruidos los mosaicos de la plaza de Santa Bárbara. Zanjas abiertas la desgarran. Al fondo, los muros cansados de la iglesia. El hombre avanza con inseguridad, deteniéndose a cada paso. ¿Para qué continuar un camino que no lo llevará a la tierra prometida? Los zapatos, remendados, al pisar levantan nubecillas iguales a las que hace algunos días le empañan el pensamiento. En una mano, lleva unos rollos de papel y dos funditas llenas de maíz. Se detiene y alza la mirada. Desde las canas de su frente, una gota de sudor se cuela en un ojo y continúa convertida en lágrima. ¡Tanta lucha! ¡Tanto sudar por unos pesos! Aclara la vista y divisa el único banco que permanece en pie a la sombra de un laurel, con las patas que apenas cumplen su función de sostenerlo, como las piernas del hombre. Llega hasta ahí y se sienta a descansar el alma… el cuerpo ya no siente cansancio. Un par de palomas se acerca y recuerda que el maíz es para ellas; se entretiene alimentándolas, las hace trasladar de un lado a otro tirando los granos siempre en dirección opuesta a donde comen. Al agotarse las semillas, se recuesta y contempla la iglesia. Observa la torre del campanario desde su base empedrada hasta la cúspide blanca. Así, ascendente, sin tropiezos debió ser su andar por la vida. Pero no. Ha sido un transitar minado de decisiones erradas, traiciones y engaños; cuando no era una era la otra. Ahí sentado, recuerda los pocos episodios luminosos de su existencia: en el escalón, recostado contra la puerta, prometió a su esposa unirse a ella por siempre cuando aún eran novios. Del laurel llueven hojas y semillas sobre el hombre. Las palomas se alborotan. Los párpados se hacen pesados, se va cerrando ante él la visual de la estructura colonial (Santa Bárbara, estás cayendo y nadie lo nota), la cortinilla negra entreabre… entrecierra… estampas de la esposa y los hijos, sonrientes, jugando, se alternan con la imagen del templo… cae el rollo de papel… oscuridad… vacío… silencio. Un pequeño remolino de hojas y semillas secas se levanta ahora junto a sus pies.
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