Por Néstor E. Rodríguez
En “Writing Short Stories”, uno de los pocos ensayos rescatados del archivo personal de Flannery O’Connor tras su muerte en 1964, la escritora estadounidense define el cuento como “un acontecimiento dramático que implica a una persona, en tanto comparte con nosotros una condición humana general, y en tanto se halla en una situación muy específica”. Las precisiones de O’Connor sobre el arte de escribir cuentos resultan iluminadoras al acercarse al portentoso volumen De tránsito (2014), de la escritora mexicano-canadiense Martha Bátiz, publicado en Puerto Rico por Terranova.
Bátiz ha tenido clara su vocación de escritora desde sus inicios en el ruedo editorial a los 23 años. Su nombre se conoce no sólo en su natal México y en el mundo literario hispanoamericano, sino en las letras anglófonas de Canadá, en cuyo circuito del libro se mueve gracias a la traducción de Boca de lobo (2007), finalista del Premio Internacional de Novela “Casa de Teatro” en la República Dominicana.
Los relatos que integran De tránsito, volumen armado a partir de las colecciones de cuentos: A todos los voy a matar (2000) y La primera taza de café (2007), están exentos de toda artificiosidad estilística. Como en la narrativa de los grandes maestros del cuento, nada en ellos sobra, y en ese sentido las historias de Bátiz resultan ser artefactos infalibles en su capacidad de producir en el lector ese sacudimiento propio a toda experiencia estética vivida con intensidad.
La pericia narrativa de Bátiz hace que los conflictos que atraviesan sus personajes puedan ser experimentados como dilemas que bien pudo haber enfrentado el lector que sigue el desarrollo de sus historias. Es justamente esa rara habilidad de combinar el virtuosismo técnico con la capacidad de retratar en sus personajes esa “condición humana” de la que hablaba O’Connor lo que más cautiva de la artesanía de esta singular autora.
Juan Rulfo pontificó que en el arte de contar hay sólo tres temas: “el amor, la vida y la muerte”, y que el trabajo del escritor consiste en ensayar variaciones eficaces de estos arquetipos. Bátiz se hace eco las palabras de Rulfo al armar relatos de gran hondura en los que va tejiendo memorables traslaciones de los temas a los que alude el jalisciense. En efecto, en las trece las historias que conforman De tránsito la vida, el amor y la muerte se entrecruzan en un balance perfecto. Los relatos tienen como protagonistas personajes femeninos enfrentados a situaciones límite que las más de las veces desembocan en salidas inesperadas y finales de pesadilla.
Un relato en particular, el que muy atinadamente se encuentra en el centro del volumen, tiene hoy día una impresionante vigencia. Me refiero al titulado “Día de plaza”. En este intenso relato, Bátiz aborda el tema de la masacre de estudiantes, profesores y obreros por parte del ejército mexicano en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco en octubre de 1968.
La perspectiva elegida para su relato es la de la hija del responsable de dar la orden de reprimir a los manifestantes: el presidente Gustavo Díaz Ordaz. La joven regresa al escenario de la masacre el día en que se conmemora un año más de los hechos buscando respuestas a la angustia que le había acompañado por años en el exilio. Su angustia es una angustia moral: el amor de hija la inhibe de guardar rencor al padre, pero el amor a la tierra de su infancia y sus sujetos aplastados por la represión estatal de entonces no le permite sosiego.
Mientras marcha con los manifestantes, la protagonista de “Día de Plaza” entiende que ella también está en duelo, como esas madres que lloran todavía a sus hijos asesinados. Con esa agobiante certeza termina el relato: “Es justo que me lleve de aquí este gusto acre. Es justo que me lleve en los pies el polvo de mis calles. Así no olvidaré lo perdido. Y aunque mi cuerpo no pertenezca a ninguna parte, mientras me alejo algo me dice que es verdad, que no me equivoco: en este instante mi corazón pertenece aquí, porque yo tampoco puedo dejar de llorar”.
A 46 años de la masacre de Tlatelolco, el duelo de la narradora de “Día de Plaza” se extiende al grito de la sociedad civil del México de hoy, un país nuevamente pateado por la violencia de Estado con una crudeza acaso más desgarradora que la experimentada en la plaza de Tlatelolco. 43 estudiantes desaparecidos hace dos meses sin que hasta ahora se conozcan más que atroces conjeturas sobre su paradero.
En 1958, María Zambrano escribió desde su exilio en Puerto Rico un lúcido tratado sobre la condición humana titulado Persona y democracia. En el mismo desarrollaba la idea del surgimiento de un nuevo tipo de sujeto marcado por la crisis de la postguerra. Según la filósofa española, sólo en estos momentos de crisis puede definirse un horizonte utópico que pueda materializar la “esperanza”. El tipo de comunión en el dolor que exhibe la protagonista de “Día de Plaza” con respecto a sus compatriotas apunta a que, a pesar de la sempiterna crisis institucional mexicana, aún queda la ilusión de una redención posible, y es precisamente este anhelo de reconquista al interior de las etapas de crisis lo que hace de las indagaciones intimistas en la narrativa de Martha Bátiz un ejercicio tan magistral como urgente.
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