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Por Juan Dicent

Anoche, antes de la cena, vino tía Carmen y le pidió permiso a Mamatita para que me dejara ir con ella a La Vega. Mamatita no quería, no le gusta que su nietecito viaje por la autopista de noche, y menos con una mujer manejando. Tía Carmen la convenció enfermando a su madre, además le prometió que dormiríamos allá.

Tía Carmen es esposa de tío Rafael. Ella es de La Vega y todavía la familia la mira como a una extraña. Yo creo que eso es porque es muy bonita y no se enferma. Siempre viste a la moda, es la única con bikini en el río Yuna sin importarle las murmuraciones de las celulitis in law. Es un show verla caminando entre las piedras como si estuviera en la pasarela del club donde fue coronada Miss La Vega, diez años atrás. Tío Rafael está en Detroit, antes Pittsburgh. La Falconbridge lo trasladó para allá hace más de dos años. Esperábamos que pudiera venir para las vacaciones de navidad, pero no puede.

El carro huele como ella. Es como si el aire que entra a sus pulmones sale con olor a azahar. Muchas veces he llegado a la casa y me he dado cuenta de que me perdí su visita. Puedo desandar todos sus pasos, donde se sentó, los objetos que sus manos tocaron. Le gusta dormir siestas en mi cama.

—¿Y la novia? —me pregunta. Su mano aparta los cabellos de mis ojos. Aprieta mi nariz al mismo tiempo que toca la bocina, dos veces.
—No tengo —le digo. No hablo de Natalia, de las cabalgatas en la finca de su abuelo que invariablemente terminan en la profundidad del cacaotal con labios pegajosos de pulpa. Chulo me dijo que si algo no soportan las mujeres es un hombre tacaño e indiscreto.
—¿Que no tienes? Será que no tienes una sola, con esos ojos —me dice acariciando mis labios con sus dedos, entra un dedo en mi boca—. Yo supe que te gusta el cacao, no me muerdas duro, deja ver la lengua…

La autopista es una lengua de petróleo. Las luces del carro alumbran por segundos los kilómetros que faltan: La Vega 31 Km, La Vega 20 Km… Yo no quiero llegar, yo quiero seguir hasta Puerto Plata, hasta el mar. El carro sale de la autopista. Tía Carmen me pregunta si tengo hambre, no espera respuesta. El Viejo Madrid, Hotel Restaurant. Tía Carmen saca el dedo de mi boca y estaciona lejos de la puerta.

Camarones a la mariposa. Vino. Una copa roja hasta el borde, me acerco para no derramarla sobre el mantel rojo. El mozo no tiene cara. En la mesa de la esquina un hombre con sombrero y tres mujeres son voces y risas bajo una luz roja. La silueta viene a mí, toma mi mano, me guía por unos escalones de alfombra roja, paredes de arabescos rojos. La silueta abre la puerta 222.

Una mujer desnuda entre dos leopardos frente a la cama se duplica en el espejo del espaldar. Sábanas y almohadas en terciopelo rojo. El zumbido del aire acondicionado apenas deja espacio para Julio Iglesias. La flor del naranjo es el olor del fin de la pubertad, y el olor, que no supe hasta que leí a Salinger, de la sordidez.

Tía Carmen me llevó de regreso a Mamatita con el sol allá arriba. Me pone cien pesos en la mano, no entiendo lo que veo en sus ojos.

—Pórtate bien para que te dejen los reyes mi dulce de leche.

Entro a la casa sin mirar a nadie, directo para el baño. Me miro en el espejo mucho tiempo. Podría jurar que los bigotes me crecieron de la noche a la mañana.

 

Juan Dicent