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Por  Elidio La Torre Lagares

Rodrigo Fresán es un escritor al que le he seguido desde los 90 a raíz de la visita de Ray Loriga, entonces con melena heavy metal, a San Juan. Ni uno ni el otro son autores de alto consumo en Puerto Rico, pero por muchas razones me identifico con ellos. Particularmente, Fresán es un escritor al que conocí con Esperanto(1997) y La velocidad de las cosas (1998), y con quien comparto al menos dos cosas: una es su gusto por la banda de rock The Talking Heads y la otra por el respeto al lector. Con respecto a lo primero, pues ni pienso consagrar tiempo con explicaciones; en cuanto a lo segundo, en La velocidad de las cosas, Fresán dice:

Con el paso de los libros y la sostenida práctica de esa imprecisa ciencia que, a falta de otro mejor, responde al nombre de literatura, he comprendido, no sin algo de esfuerzo y bastante sorpresa, que en el fondo y en la superficie de todas las historias existen tan sólo dos categorías de escritores y, por lo tanto, dos categorías de lectores. Están aquellos que al final de un cuento suspiran “¿por qué no se me habría ocurrido a mí?”; y están los que optan por sonreír “¡qué suerte que se le ocurrió a alguien!

Eso es todo, añade.

Todos somos lectores de un modo o de otro, y pronto, en el viajar de las lecturas, nos damos cuenta que nos sumamos como un monto de cosas pasadas, hasta llegar, como la revelación de un códice ancestral y apocalíptico, al último develamiento de esa suma: el principio de un libro también puede ser el fin del mundo.

No es casual que en la presentación de su más reciente novela, El fondo del cielo(Mondadori, 2009), nos reciba con un “Bienvenidos al fin de los finales del mundo”.

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La novela es un tríptico episódico que semiotiza la proposición narrativa de la cual desprende la trama: es la historia de un triángulo amoroso que el desafío del tiempo y su inevitable paso agota en su insuperable destino: el final del mundo.

Como Junot Díaz en su The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, o Andrés Neuman en El viajero del siglo, Rodrigo Fresán retoma el registro de la literatura de ciencia ficción y escribe una novela que no es puramente ciencia especulativa ni fantasía, sino que se ampara en estas modalidades para traernos una historia de amor como posibilidad de salvación del mejor mundo posible, pero que se muere.

En efecto, cargada de J.G. Ballard, Vonnegut, Lovecraft, Phillip K. Dick y Arthur Clarke, El fondo del cielo se conforma en torno a la pasión de los personajes por la ciencia ficción, un elemento especular tanto en la manera misma en que se maneja la caracterización como en los juegos de tiempo y espacio. Pero sobre todo, es una historia de ciencia ficción que plantea al género como filosofía o sistema de convicciones hacia la vida.

No sé si fue García Canclini –antropólogo argentino, como Fresán, aunque el segundo reside en España- quien cuestionaba por qué habríamos de hablar sobre post-modernidad en una Latinoamérica donde apenas la modernidad se había manifestado, pero podríamos cuestionar si la literatura hispanoamericana se encuentra apta para la ciencia ficción cuando todavía existen países donde la ciencia y el progreso (la modernidad en sí) son signos del mal, y cuyos ciudadanos apenas cuentan con los servicios básicos de agua potable y electricidad para sobrevivir.

La respuesta en sí misma es otro debate.

Pero en cuanto al proyecto de la novela de Fresán, sólo puedo sonreír y decir a la vez: “¿por qué no se me habría ocurrido a mí?” y “¡qué suerte que se le ocurrió a alguien!”