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Por Néstor E. Rodríguez

Durante el primer semestre de 1999, mis estudios de posgrado en la Universidad de Emory coincidieron con el nombramiento de Mayra Montero como “escritora residente”. Entre las actividades en las que hubo de participar la novelista figuró el coloquio “Escribir otras islas”, en el cual compartía tribuna con la dominicana Ángela Hernández y la cubana Reina María Rodríguez. En su charla, Montero presentó un panorama somero de la narrativa puertorriqueña de las últimas tres décadas, asegurándose de no mencionar en su nómina de autores mas que a los que, como ella, se iniciaron en el mundo editorial en los años 70. Montero cerró su intervención con la siguiente lapidaria: “Señoras y señores, no hay relevo, no hay relevo.” Los estudiantes que estuvimos presentes en la actividad no pudimos contener el levantar un poco el trasero del asiento y de inmediato cuestionar juicios tan categóricos. Una estudiante inquirió a la novelista sobre la obra de Juan López Bauzá, José Liboy Erba, Juan Carlos Quiñones y Diego Deni, narradores a los que había obviado olímpicamente en su recuento.

Visiblemente descompuesta. Montero externó una respuesta en la que sólo mencionaba a Diego Deni, a quien caracterizó como una invención de la crítica literaria insular. Remató su respuesta cuestionando dónde estaban los libros de este escritor. Difícil se hacía refutar un argumento como ése, que de entrada comportaba una petición de principio. Para aquel entonces, Diego Deni, antiguo nom de plume de Pedro Cabiya, existía sólo en revistas, suplementos literarios y algunas antologías como La Cervantíada, en donde figura entre autores como Carlos Fuentes, Rosario Ferré, Nicanor Parra y Gabriel García Márquez. Fue la publicación, en 1999, de Historias tremendas, lo que vino a conferir existencia editorial a Pedro Cabiya. Historias tremendas fue recibido muy positivamente por la crítica académica y periodística, la cual destacó sobre todo el marcado carácter lúdico de la muestra, su fina ironía, la parodia de múltiples géneros y el virtuosismo en el manejo de la lengua literaria. El crítico Juan Duchesne Winter incluso postuló la posibilidad de atisbar en los relatos de Historias tremendas la presencia de un sujeto no representado hasta entonces en la literatura puertorriqueña: el ciudadano insano, sujeto que se “des-sociologiza, devorando las categorías positivas de lo social, tragándose los paradigmas.”

A Historias tremendas le siguió muy de cerca Historias atroces, una colección de “novelitas,” como el propio autor las denomina, en las cuales la voluntad de devorar los paradigmas de la moral social se lleva hasta sus últimas consecuencias. Lo curioso de la apuesta de Cabiya en Historias atroces es que el sujeto que aquí se privilegia ya no es ni siquiera ese ciudadano insano de lealtades contingentes y siempre efímeras que encontramos en su primera colección de cuentos. En Historias atroces el individuo es una suerte de espectro que vaga absolutamente invisibilizado como actor social. Este gesto lleva a niveles dramáticos lo que en Historias tremendas sólo se presentaba como una inconsistencia crítica en el plano de las identidades. El texto con que principia Historias atroces es un buen ejemplo de la propuesta estética de Cabiya en su segundo volumen de relatos. En “Relato del piloto que dijo adiós con la mano” se ejercita una reinterpretación del proceso de traspaso imperial de Puerto Rico a los Estados Unidos en 1898 al poner de relieve el cariz científico y militar de esta segunda conquista. Cabiya explota esta veta histórica desde el marco de la ciencia ficción, género apenas explorado en las letras puertorriqueñas.

El marco de “Relato del piloto” es la fórmula del manuscrito encontrado al estilo de Seva. Como en el famoso cuento de Luis López Nieves, en “Relato del piloto” también hay un enigma relacionado con la presencia de los marines estadunidenses; pero Cabiya organiza un tour de force incluso más intrincado al narrar las peripecias del sargento Jefries, joven oficial negro experto en meteorología que es enviado a entregar un avión a la base de Roosevelt Roads. El avión se estrella en las montañas de San Lorenzo y Jefries convalece durante un mes en casa de la familia que lo rescata. Allí se enamora de Inés. La experiencia que vive el sargento está contenida en una carta escrita por Jefries días antes de morir en un hospital psiquiátrico de San Juan.

La historia que narra Jefries comienza con los tintes melodramáticos de una historia de amor tradicional, pero pronto acaecen una serie de eventos que acercan lo narrado al registro de la ciencia ficción. Parapetado en el ramaje de un algarrobo, el sargento descubre cómo un centenar de jóvenes eran sometidas a las más extrañas pruebas por parte de un grupo de seres de apariencia extraterrestre. Las pruebas consistían en la medición del cuerpo de las “voluntarias” para producir clones que habitarían la isla en lugar de ellas. Luego de mucho cavilar, el sargento deduce que por la clase de instrumentos que poseían los presuntos alienígenas estos “debían ser norteamericanos”. Cabiya reinterpreta esta ocupación del cuerpo puertorriqueño por parte del saber científico estadounidense para proponer una lectura de los efectos de esta forma extremada de violencia física y simbólica. En un interesante artículo titulado “Imperial Laboratories”, José Quiroga afirma que el Caribe insular sigue operando en tanto laboratorio en donde el poder metropolitano se reinventa constantemente. La narrativa de Pedro Cabiya dramatiza esta visión al indagar en la metáfora del puertorriqueño como sujeto clonado, vestigio antiséptico que deambula desprovisto de injerencia histórica por un ámbito indefectiblemente colonial.

 

Nestor